Los desmanes ocurridos en Transmilenio hace algunos días son un preocupante reflejo de lo que sucede en muchos asuntos nacionales. La ausencia de una acción pública eficaz, la corrupción rampante, la falta de planeación y el desgreño burocrático terminan engendrando problemas que se salen de todo control. Claro que hubo provocadores profesionales en los ataques a la infraestructura de transporte de Bogotá. Pero hay un malestar de fondo que es real y frente al cual el gobierno distrital anterior no hizo nada por remediarlo. Hoy la situación es explosiva y la paciencia de los ciudadanos, que ha sido mucha, parece estar llegando a su límite.
Mientras Gustavo Petro aprendía lo que era administrar una ciudad del tamaño de Bogotá, el transporte público colapsaba. Hubo, como en casi todas las dependencias distritales, un verdadero carrusel de gerentes en Transmilenio. Se extendieron contratos, se tardaron años en lograr la unificación de las tarjetas, se permitió la invasión de todo tipo de vendedores a las estaciones, se toleró que miles de personas ingresaran cada día sin pagar y, para colmo de males se entregó el sistema a los ladrones. Mientras tanto se montó el SITP, un modelo que ya es deficitario en más de un billón de pesos anuales.
Los colombianos, que sólo sabemos protestar matándonos, no tenemos ánimo de inconformes. Un millón 700 mil usuarios diarios del sistema soportan condiciones inhumanas de movilización. Mañana y tarde hacen largas filas para acceder a las estaciones y luego se aprietan como sardinas en buses cuyas frecuencias son insuficientes. En horas pico, en las estaciones más concurridas, hay largas filas de articulados esperando poder descargar los pasajeros. El modelo, que sin dudas tiene sus ventajas, no crece al ritmo de la demanda y paga el precio de haber sido, primero saqueado, y luego olvidado por las anteriores administraciones.
Transmilenio es exitoso y por ello es estratégico para la ciudad. Cualquier perturbación en su operación trae graves consecuencias para la movilidad y el ritmo de Bogotá. Sin Transmilenio la ciudad se paraliza y ello lo saben los saboteadores. Una metrópoli de este tamaño depende excesivamente del sistema al que no se le invierte presupuesto ni se le proponen soluciones. El Alcalde Enrique Peñalosa es el promotor y defensor número uno del sistema pero en las pocas semanas que lleva en su segundo mandato no ha tomado medidas para intentar aliviar la crisis. Hay que ampliar rápidamente algunas estaciones críticas, ordenar el acceso a los articulados, frenar a los colados y recuperar la seguridad. Nada de eso es fácil y requiere tiempo pero los ciudadanos tienen la impresión de que deberán seguir soportando el desastre que dejó Petro sin ninguna esperanza en el corto plazo. Llega el momento en que las cosas explotan porque el cansancio tiene límites. Un usuario permanente del sistema tiene todo el derecho de estar aburrido de la incapacidad de mejorar las cosas.
Lo que pasa con Transmilenio es lo mismo que sucede con tantos asuntos públicos. La desnutrición de los niños en la Guajira es el resultado de haberle entregado el ICBF a los políticos que lo saquean en sus regiones. La caída de las exportaciones es porque Procolombia es hoy una entidad de enchufados de los amigos de los amigos. En las carreteras lo único que funciona son los peajes, en la Policía no hay sino roscas, en las calles los taxistas imponen su ley, en las centrales de abasto las mafias de compradores imponen los márgenes, la justicia vive en paro, la Fiscalía hace política sin vergüenza y la lista de abusos de esta naturaleza es interminable.
Este es un Estado que no sólo no resuelve los problemas del ciudadano sino que los agrava. Los funcionarios públicos se creen dueños de sus cargos y no responden por nada. Ninguno renuncia porque saben que la mermelada es más importante que el servicio de la comunidad. Mientras tanto, el sector público se deslegitima y los ciudadanos no aceptan más excusas ni más indolencia.
Jugando con candela se termina quemando la democracia.