El magnicidio que quiebra el alma de la República

“El magnicidio de Miguel Uribe Turbay no solo quebró el corazón de Colombia, sino que rasgó el alma misma de nuestra nación. El odio sembrado por el régimen, alimentado por la oscuridad de la venganza, empujó a manos criminales a silenciar a un patriota, arrancándole la vida a un hombre destinado a ser el futuro de la República.”

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El asesinato de Miguel Uribe Turbay no fue solo la muerte de un hombre, fue la aniquilación de una esperanza, la extinción de un faro que iluminaba el futuro de Colombia. Lo mataron por sus ideas, por su valentía de alzar la voz frente a un régimen que, con su odio encarnizado, no toleraba la existencia de una oposición. Lo sacaron del camino no solo con balas, sino con el veneno que brotaba desde lo más alto del poder, vertido en acusaciones infames que llamaban al crimen.

Cuando supe de su muerte, aquel infausto lunes 11 de agosto, mi país murió un poco más. Y no fue solo mi dolor el que sentí; fue el llanto colectivo de una nación que vio cómo su futuro era apagado a tiros, como un hombre joven que, con su determinación y liderazgo, estaba llamado a ser presidente de Colombia en 2026. Pero los sicarios de la política, armados con odio, decidieron que su destino debía ser otro.

Me duele en lo más profundo del alma, como joven colombiano, que la violencia vuelva a arrebatarle la vida a la promesa de una nueva Colombia, a la esperanza de un futuro diferente. Pero lo que duele más, lo que quema con un dolor corrosivo, es ver cómo muchos, cegados por el mismo odio que alimenta el poder, justifican este crimen bajo el manto de la venganza ideológica.

El magnicidio de Miguel Uribe Turbay tiene un origen claro: el odio sembrado por el presidente, Gustavo Petro, quien no ve en la oposición un legítimo contrincante democrático, sino un enemigo a exterminar. No es una acusación vaga, es una verdad que resuena en cada rincón de esta nación, que grita en la oscuridad del país que este asesinato fue instigado desde el mismo centro del poder.

Cuando un presidente, con su discurso inflamado de desprecio, señala a sus opositores, crea el caldo de cultivo para la violencia. En ese instante, aquellos con la mente pudriéndose en la oscuridad encuentran la justificación para apretar el gatillo. El desprecio por la disidencia empoderó a los sicarios que decidieron asesinar a uno de los principales actores de la oposición.

Gustavo Petro y su régimen no son solo los responsables políticos de este magnicidio; son los artífices de una tragedia que ha marcado a Colombia para siempre. La venganza histórica contra la familia Turbay, la demonización de un hombre por su valentía, son las semillas de este crimen que ya es parte de la historia oscura de nuestro país. Y, al convertir a Miguel en mártir, el régimen ha hecho de él un símbolo eterno de la lucha por la democracia en un país que se desangra por su falta de justicia.

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Quien se ha presentado como víctima es el verdadero victimario. Mientras el presidente vocifera sobre la eliminación de sus enemigos, se muestra incapaz de garantizar la seguridad de aquellos que piensan distinto. Aquel que ha criticado los crímenes del pasado, es el mismo que, en su gobierno, ha sido incapaz de proteger a los opositores de su régimen.

Este magnicidio, esta vileza, será recordada por las futuras generaciones como un acto infame. Como una mancha indeleble en la historia de la República. Serán las generaciones venideras las que con dolor registrarán quiénes fueron los artífices de esta barbarie, y será un estigma eterno el saber que, bajo el gobierno de la «Potencia Mundial de la Vida», se cortó de raíz la vida de su principal opositor.

Los colombianos fuimos testigos de la atrocidad: vimos cómo a Miguel le dispararon, cómo luchó por su vida en el hospital durante dos meses, cómo, finalmente, la noticia de su muerte nos destrozó a todos. El atentado y el magnicidio nos empujaron, no solo a los días oscuros que temíamos haber superado, sino a una realidad aún más siniestra: volvimos al punto en que las diferencias se resuelven con plomo, donde el diálogo es aniquilado y la política se vuelve el campo de batalla. Colombia ha regresado a la espiral del terror.

Ver a su padre llorar abrazado al féretro de su hijo ha sido un golpe mortal al alma del pueblo colombiano. El dolor de un padre que entierra a su hijo es indescriptible. Y junto a él, Alejandro Uribe, su hijo pequeño, en la inocencia de sus pocos años, colocando flores sobre el ataúd de su padre. Dos dolores: uno consciente, otro inconsciente, pero con la certeza de que, en el futuro, Alejandro levantará la voz con rabia y esperanza, para que su padre no sea olvidado, para que su sacrificio no quede en vano.

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La República, aunque sumida en el dolor y la pena, se levantará. Lo hará a pesar de un régimen indolente, permisivo con los crímenes y el odio. Lo hará a pesar de que aquellos que asesinan en nombre de la política creen que su impunidad será eterna.

Este magnicidio, como una herida abierta en el corazón de Colombia, no será olvidado. No será un acto más en la larga lista de tragedias que nuestra nación ha sufrido, sino un grito ensordecedor que debe resonar en la conciencia de todos los colombianos.

Miguel Uribe Turbay, con su sacrificio, ha dejado claro lo que somos capaces de perder cuando el odio se adueña de la política y la intolerancia silencia la libertad. Su muerte, tan injusta como evitable, será la llama que nos impulse a levantarnos, a reclamar justicia, y a no permitir que la sombra de la violencia vuelva a oscurecer nuestra tierra.

A pesar de la rabia, a pesar del dolor, Colombia se levantará. Porque, como él mismo lo soñó, esta será la última vez que un hombre sea asesinado por sus ideas. Y, en su memoria, seguiremos luchando por la Patria que él siempre soñó.

Colombianos, hoy se nos convoca a una de las batallas más trascendentales de nuestra historia: la lucha por la salud de nuestra República, por la dignidad de nuestra nación. El sacrificio de Miguel Uribe Turbay será la llama eterna que jamás se apague.

Su nombre será un grito en cada rincón de la Patria, un eco que resonará en los corazones de todos los que aún creen en la justicia y la libertad. En su memoria, nos levantaremos como una sola fuerza, imbatible, para rescatar la República de las sombras que intentan devorarla.

¡Que su sacrificio nos inspire a luchar con MÁS valentía, con MÁS firmeza, hasta que su nombre se eternice en la gloria de nuestra lucha y nuestra victoria!

Por: Aldumar Forero Orjuela-  @AldumarForeroO

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