Colombia atraviesa uno de los momentos más críticos de su historia reciente. El avance imparable de las organizaciones criminales sobre varios territorios, la producción de cocaína más alta registrada y el fortalecimiento de un sistema de lavado de dinero que supera incluso las remesas, dibujan un panorama sombrío que medios internacionales como The Economist describen como «Colombia está a las puertas del infierno”. Tres realidades que no solo se entrelazan, sino que se retroalimentan, alimentando un monstruo que amenaza con devorar al Estado y a la sociedad por completo.
Primero, el tema de seguridad. Solo los necios se atreverían a negar lo que está ocurriendo en Colombia en materia de control territorial. El propio ministro de Defensa, al llegar al cargo, reconoció que encontraba un país debilitado, con territorios cada vez más sometidos por organizaciones terroristas y criminales. Mucho antes, la Defensoría del Pueblo había advertido lo mismo, a través de mapas que fueron cuestionados en su momento, pero que hoy hacen parte de una línea de verdad, con todo y los márgenes de error que suelen tener estos estudios.
En paralelo, el narcotráfico se consolida como eje económico. La República publicó que Colombia recibe hoy más dinero proveniente de esa actividad que de las remesas enviadas por connacionales desde el exterior. La conclusión puede sonar ofensiva, difícil o incómoda, pero refleja una verdad innegable: nuestro país se ha convertido en uno de los mayores lavaderos de dinero del mundo. Ocultar el problema no lo resuelve; enfrentarlo con claridad es el primer paso para comprenderlo y atenderlo.
Y es aquí donde las tres realidades del título se enlazan: pérdida de control territorial, producción histórica de coca y lavado masivo de capitales. No son hechos aislados, sino engranajes de una misma maquinaria que se alimenta a sí misma. Una necesita de la otra.
El gobierno insiste en que la guerra contra las drogas está perdida. En parte tiene razón: ha sido una lucha fracasada. Porque, en esencia, el narcotráfico solo tiene dos salidas. O se penaliza al extremo, como en Singapur, o se legaliza. Las medias tintas no funcionan. Esa es la encrucijada que nadie quiere asumir, porque cualquier decisión extrema despierta resistencias, interpretaciones y críticas de todo tipo. Así, Colombia lleva más de 40 años atrapada en una guerra boba, que seguirá viva hasta que cambien los patrones de consumo, hasta que otro país legalice la cocaína o hasta que aparezca una droga que sustituya a la coca. Nada de eso, por ahora, parece cercano.
Entonces, ¿por qué crece el poder territorial de los criminales? No es por afinidad política ni por respaldo popular en los territorios. Se trata de una disputa entre carteles terroristas y narcotraficantes transnacionales, donde participan actores de distintos países. El motor no es otro que el narcotráfico puro y duro. Los demás delitos, muchas veces, son apenas fachadas o recursos para disfrazarse bajo supuestas banderas políticas.
Hoy, el Estado colombiano ha perdido el control de vastas zonas. El mapa de The Economist lo ilustra: con márgenes de error, pero con una evidencia clara, el control criminal crece de manera exponencial. El actual gobierno no solo ha sido incapaz de frenar esa expansión, sino que tampoco ha logrado recuperar territorios. Ese es, hoy, el mayor riesgo de las elecciones de 2026: la influencia y la capacidad de coerción de las organizaciones criminales sobre comunidades enteras. Sus efectos son aún inciertos, pero ineludibles.

En cuanto al narcotráfico, es evidente que constituye la principal fuente de financiación de estas organizaciones. Para sostener su poder necesitan producir más, vender más y fragmentar cada tonelada enviada a otros países. Lo ocurrido recientemente en el Mar Caribe entre Estados Unidos y Venezuela conecta este fenómeno con el dólar y con la deuda de Colombia. El dólar, debilitado globalmente, encuentra en nuestro país una excepción: la entrada masiva de divisas ilícitas provenientes del narcotráfico ha ayudado a amortiguar la devaluación del peso, que llegó a rozar los $5.000.
El narcotráfico, en efecto, atraviesa uno de sus mejores momentos. Los dólares entran sin pausa y necesitan lavarse, irrigarse en la economía formal. Por eso vemos cómo Medellín, Cali y municipios del sur muestran dinámicas económicas influenciadas por fuertes sumas de dinero ilícito.
A ello se suma el debate internacional. Nicolás Maduro responsabiliza a Colombia de producir el 95% de la cocaína. Un señalamiento que puede sonar exagerado, pero que en esencia refleja lo que nadie puede negar: Colombia sigue siendo epicentro del problema. Sin embargo, el asunto no es solo de Colombia ni de Venezuela. También está Perú, Ecuador, Brasil, México y el Caribe. Todos son pistas, receptores y centros de distribución. Los carteles funcionan como auténticas multinacionales, con presencia en varios continentes.
Estas organizaciones no son improvisadas. Son estructuras sofisticadas, con capacidad para corromper instituciones, infiltrar empresas, comprar políticos y policías, y absorber pérdidas millonarias en cargamentos, porque saben que los siguientes envíos cubrirán cualquier tropiezo.
Ese es el monstruo de tres cabezas que enfrenta Colombia: territorios perdidos, cocaína en niveles históricos y un sistema de lavado que mueve más dinero que las remesas. Esa es la realidad que vivimos. Se puede politizar o no. Pero negarla, simplemente, ya no es una opción.
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