En Colombia la palabra constituyente se ha vuelto un conjuro. La invocan como si fuera la varita mágica capaz de resolver todos los males, como si un nuevo texto constitucional pudiera limpiar, de un plumazo, la corrupción, la violencia y la ineptitud política que nos carcome. Hoy, desde el poder, se la levanta como bandera electoral, no como necesidad histórica. Y ahí radica el engaño: no es un clamor ciudadano auténtico, sino la artimaña de un gobierno que, al ver cómo se desmoronan sus promesas, intenta reescribir las reglas para salvar del naufragio un proyecto personal.
Una patria no se salva borrando sus cimientos. Una constituyente no es un remedio: es una apuesta temeraria que, en manos equivocadas, puede significar la disolución de lo poco que aún nos mantiene unidos.
En Colombia la palabra constituyente debería sonar como un campanazo solemne, reservado solo para momentos en los que la nación entera se juega su destino. Y, sin embargo, hoy se ha convertido en bandera electoral, repetida con ligereza por quienes buscan atajos en lugar de soluciones. Lo que en teoría es un mecanismo extraordinario —la posibilidad de que el pueblo, como poder constituyente primario, redefina las reglas de su convivencia— en la práctica se invoca como simple consigna de campaña, sin medir sus consecuencias.
La Constitución de 1991 nació de un proceso de dolor y esperanza. Fue el resultado de un pacto que buscaba frenar la violencia, modernizar el Estado y abrir espacio a nuevas voces. Aquella constituyente no se convocó por capricho: fue el desenlace de una crisis nacional, de una juventud que se jugó la vida en la Séptima Papeleta y de un pueblo agotado de ver al país desangrarse. Hoy, en cambio, quienes agitan la idea de una nueva asamblea no lo hacen para unir, sino para dividir; no para ampliar derechos, sino para asegurarse prerrogativas; no para reforzar los límites del poder, sino para borrarlos.
La historia de América Latina debería bastarnos de advertencia. En Venezuela, Hugo Chávez usó la Constituyente de 1999 como caballo de Troya: prometió refundar la democracia, pero lo que construyó fue un armazón legal para concentrar todo el poder en sus manos. En Ecuador, Rafael Correa siguió la misma receta con la Asamblea de Montecristi en 2008: bajo el discurso de la “revolución ciudadana” terminó moldeando la Constitución para perpetuar su proyecto político. Cada vez que la Constituyente se convierte en slogan electoral, el resultado ha sido el mismo: menos división de poderes, más poder concentrado en un solo hombre.
Por eso resulta tan peligroso trivializar la figura. Porque una Constituyente no es un laboratorio de ideas ni una catarsis social: es cirugía mayor al corazón del Estado. Y en un país que aún no ha logrado aplicar plenamente la Constitución del 91, hablar de una nueva asamblea es como proponer reconstruir la casa mientras todavía vivimos bajo los escombros de la anterior. La paradoja es brutal: tenemos una de las constituciones más avanzadas de América Latina en materia de derechos y libertades, pero en vez de cumplirla, se nos vende la ilusión de volver a escribirla.
Detrás de esa propuesta late, en realidad, una confesión: quienes no logran gobernar con las reglas existentes buscan cambiarlas a su medida. No hay nada más autoritario que disfrazar de “voz del pueblo” lo que no es más que el eco de una ambición personal. El ciudadano común, ese que madruga a trabajar, que lucha por sostener a su familia, no pide una nueva Constitución: pide seguridad, empleo, justicia que funcione. Hablarle de Constituyente es darle morfina discursiva cuando lo que necesita es medicina real.
Desde el punto de vista jurídico, la invocación ligera de una Constituyente revela un desconocimiento —o una intención calculada— frente a lo que significa el poder constituyente. Como lo explicó Sieyès en 1789, el poder constituyente primario pertenece al pueblo, sí, pero no puede convertirse en capricho ni en rutina; está llamado a ser excepcional, no ornamental. En Colombia, la Corte Constitucional ha sido clara: la Asamblea Nacional Constituyente es un mecanismo extraordinario, reservado para circunstancias de “grave crisis institucional” que no puedan resolverse con los canales previstos en la Carta de 1991.
El artículo 374 de nuestra Constitución ya previó vías para su reforma: el Congreso, un referendo, o una Asamblea. Pero en todos los casos, los límites son evidentes: los derechos fundamentales, la separación de poderes, el principio democrático. No se trata de un cheque en blanco. Pretender que basta con invocar la “voluntad popular” para desbordar estos límites es desconocer el pacto constitucional que nos sostiene. Porque —y esto es esencial— una Constituyente no puede ser excusa para abolir la Constitución: está llamada a renovarla, no a destruirla.
La experiencia comparada muestra que cuando la Constituyente se usa como herramienta electoral, la seguridad jurídica muere primero. La incertidumbre normativa paraliza la inversión, la confianza en las instituciones se desvanece, y el Estado de Derecho se convierte en un escenario movedizo donde la ley ya no protege sino que amenaza. En palabras de Kelsen, lo que otorga estabilidad al orden jurídico es la continuidad de la norma fundamental. Si esta se arranca de raíz cada vez que alguien siente que las reglas no le convienen, no hay sistema que resista.
Aquí radica la paradoja colombiana: tenemos una Constitución generosa en derechos, moderna en sus instituciones, con una Corte Constitucional que ha ampliado horizontes de dignidad humana en el continente. Y, sin embargo, la propuesta de Constituyente se vende como si la Carta del 91 fuera un obstáculo, cuando en realidad lo que falla no es la norma, sino la voluntad política de aplicarla. No es el texto el que traiciona al ciudadano, es la clase dirigente que prefiere cambiar las reglas antes que cumplirlas.
Convocar una Constituyente hoy sería como dinamitar los cimientos de una casa que, aunque erosionada por décadas de incumplimiento, aún sostiene en pie el edificio republicano. Lo que necesitamos no es otra arquitectura legal, sino restituir la confianza en las instituciones que ya tenemos. La verdadera reforma no está en el papel, sino en la práctica; no en el grito de “refundación”, sino en la decisión política de hacer cumplir lo que ya fue pactado.
Lo que está en juego no es la nostalgia por un texto ni la rigidez de una norma. Es algo más profundo: la confianza en que las reglas no cambian al vaivén del poder de turno. La Constitución es el pacto que permite que cada ciudadano, sin importar su credo o condición, pueda exigir justicia y respeto. Derribarla sería abrir la puerta a un país sin brújula, donde cada cuatro años la esperanza se escriba en borrador y la democracia se convierta en una hoja en blanco dispuesta al capricho del gobernante de turno.
Por eso insisto: defender la Constitución no es un acto de inmovilismo, ni de miedo al cambio. Es un acto de responsabilidad histórica. Colombia no necesita refundarse: necesita recordarse. Recordar que los derechos no se inventan en discursos de campaña, sino que se garantizan en instituciones fuertes. Recordar que la libertad y la justicia no nacen del capricho de una asamblea, sino del respeto a los principios que ya nos hemos dado como nación.
Una patria no se reconstruye quemando sus cimientos. Una constituyente hoy no sería un nuevo pacto social, sino un salto al vacío en el que perderíamos no solo el futuro, sino la certeza de tener uno. La historia latinoamericana nos advierte de sobra: cada intento de refundar la nación desde la rabia ha terminado en más división, más miseria y más autoritarismo.
Colombia no puede darse ese lujo. Nuestra tarea no es dinamitar lo construido, sino mejorarlo. No es renunciar a lo que somos, sino exigir que lo que somos funcione para todos. No se trata de una bandera electoral, sino de un compromiso con la dignidad del ciudadano que cada día se levanta a trabajar, a estudiar, a luchar por un país que le cumpla.
La verdadera revolución no está en arrasar con las instituciones, sino en obligarlas a servir. Y esa revolución empieza por no dejarnos seducir por los cantos de sirena que ofrecen refundación como atajo. El verdadero cambio será sostener en pie lo que tantos construyeron con sacrificio, y demostrar que este país aún tiene la madurez para corregir sin destruir.
Porque si algo debe quedarnos claro es esto: Colombia no necesita que la reinventen, necesita que la respeten. Y yo no estaré del lado de quienes quieren reducirla a cenizas para luego vendernos las ruinas como un nuevo amanecer.
Por: Juan Diego Vélez Forero -@juandiegovelezf
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