La constitución bajo asedio

“Cuando el poder osa reescribir la ley que le impone límites, la República ya sangra en silencio; porque no son los enemigos externos quienes destruyen las naciones, sino los gobernantes que traicionan la ley que los hizo posibles.”

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El anuncio del presidente Gustavo Petro de promover una Asamblea Nacional Constituyente no es un gesto político. Es una amenaza. Una embestida directa contra el orden constitucional de la República.


Colombia no atraviesa una coyuntura que justifique semejante acto. No hay un clamor popular por una nueva Carta. No hay una voz unánime del pueblo que reclame reescribir las bases del Estado. Lo que sí hay —y es innegable— es un gobierno fracasado, ineficaz, encerrado en su propio desconcierto, buscando en la demolición institucional una salida a su impotencia.

Petro no busca una nueva Constitución: busca escapar de la actual. Pretende sustituir los límites de la ley por los caprichos del poder. Convertir la soberanía popular en instrumento de su permanencia. Lo que disfraza de reforma democrática es, en esencia, una tentativa de perpetuación.

El magistrado Manuel Gaona Cruz lo explicó con precisión cuando en 1979 denunció el intento del Congreso de usurpar el poder constituyente: «El poder constituido no puede reemplazar al poder constituyente sin quebrar la legitimidad de la soberanía.»
Lo advirtió con lucidez: las formas constitucionales no son ornamentos jurídicos, son los cimientos mismos de la República. Romperlas es abrir la puerta a la arbitrariedad.

Esa advertencia resuena hoy como una campana moral. Porque Petro, al invocar el nombre del pueblo para justificar un nuevo orden, comete la más vieja de las trampas políticas: confundir el deseo de mando con la voluntad nacional. El pueblo no pide una nueva Constitución. Pide seguridad, empleo, honestidad, educación, esperanza. Pero el presidente, incapaz de gobernar, busca una asamblea que lo absuelva de su propia ineptitud.

La defensa de la Constitución no es una causa de juristas. Es una causa de ciudadanos. La Carta del 91 es el muro que contiene la marea del poder, el dique que impide que el Estado se convierta en trinchera de un solo hombre. Sin esos límites, la República se disuelve. El gobernante deja de ser servidor y se vuelve amo.

Gaona Cruz lo resumió con una frase que hoy debería estar inscrita en el frontispicio de cada institución: «La forma es el alma del Derecho público.»
Respetar la forma es respetar la legitimidad. Saltársela es desconocer la ley misma que confiere autoridad. Por eso, convocar una Constituyente sin mandato popular, sin procedimiento legítimo y sin urgencia nacional, es una forma de golpe: el golpe de la vanidad disfrazada de democracia.

La Constitución de 1991 no es perfecta y tiene muchos errores. Pero es el pacto que nos ha permitido convivir, disentir y elegir en libertad. Quien la pone en duda, pone en duda la nación entera. Y quien intenta sustituirla sin el consentimiento del pueblo, atenta contra la raíz misma de nuestra convivencia.

Petro quiere incendiar el templo porque no sabe cómo gobernar desde su altar. Pero lo que ardería con él no es solo su mandato, sino el edificio completo de la República. Ya lo vimos en otras tierras: el populismo empieza invocando al pueblo y termina pisoteándolo.

Colombia ha sobrevivido a la violencia, al narcotráfico y a la corrupción. Pero no resistiría que su Constitución fuera dinamitada desde el propio poder.
Por eso la defensa debe ser firme, serena y total. No hay revolución que justifique destruir la ley. No hay justicia posible si antes se derrumba la forma que la sostiene.

Defender la Constitución no es un acto de nostalgia. Es un deber con la libertad.
Y si la Carta molesta al presidente, es solo porque cumple su función: contenerlo.

Adenda: A Colombia llegó una noticia de enorme repercusión: el presidente Gustavo Petro, su esposa Verónica Alcocer, su hijo Nicolás Petro y el ministro del Interior Armando Benedetti han sido incluidos en la lista de la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC, por sus siglas en inglés), conocida comúnmente como la “Lista Clinton”.

El Gobierno colombiano debe exigir a los Estados Unidos que informe con precisión las razones que sustentan la inclusión del jefe de Estado en ese listado. La decisión de la administración Trump reviste una gravedad institucional sin precedentes: supone que las autoridades norteamericanas disponen de evidencias consistentes sobre posibles vínculos del presidente de Colombia con actividades de apoyo al narcotráfico.

Ante semejante señalamiento, las instituciones nacionales —en particular la justicia y el Congreso— no pueden guardar silencio. La soberanía no se defiende con complicidad ni con omisión, sino con transparencia y responsabilidad. El país entero se encuentra ante un hecho que amenaza no solo la legitimidad del gobierno, sino también la estabilidad de la República y la confianza internacional en Colombia.

No es aceptable que los colombianos tengamos como jefe de Estado a un mandatario bajo acusaciones tan graves, mientras nada ocurre en el ámbito político ni judicial.

En un contexto como este, la salida democrática y digna pasa por una de tres opciones: la revocatoria del mandato presidencial, un juicio político o la renuncia inmediata de Gustavo Petro. Lo contrario sería resignarse a que el Estado colombiano quede bajo sospecha y su destino, en entredicho.

Por: Aldumar Forero Orjuela-  @AldumarForeroO

Del mismo autor: HYBRIS

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