El reciente triunfo de José Antonio Kast en Chile no puede leerse como un hecho aislado o como una simple alternativa de poder, es ante todo, una señal política que refleja el cansancio de una parte significativa de la ciudadanía frente a promesas de cambio que no logran traducirse en mejoras tangibles. Más allá de las simpatías o rechazos ideológicos, el resultado chileno obliga a la región a hacer una lectura más profunda de lo que hoy están demandando los electores.
Chile venía de un ciclo político marcado por altas expectativas de transformación social, impulsadas tras el estallido de 2019, sin embargo, con el paso del tiempo, temas como la inseguridad, la desaceleración económica y la incertidumbre institucional comenzaron a pesar más que los discursos. En ese contexto, una propuesta centrada en el orden, la autoridad y la estabilidad logró conectar con un electorado que busca respuestas inmediatas, incluso si eso implicaba un giro político abrupto.
Colombia comparte varios de esos síntomas. La preocupación por la seguridad se ha intensificado, el debate económico sigue abierto y la sensación de polarización se ha profundizado. Frente a ese escenario, el resultado chileno funciona como una advertencia: cuando los gobiernos no logran canalizar las expectativas sociales, el péndulo político se mueve, y lo hace con fuerza.
Mirar a Chile no significa copiar su modelo al pie de la letra, pero sí de dar un giro similar ideológico hacia la derecha. Significa entender que los ciudadanos evalúan con pragmatismo y que el voto suele castigar más la falta de resultados que la coherencia doctrinaria. La democracia, al final, es un ejercicio de rendición de cuentas.
En este punto es donde el debate colombiano se vuelve más delicado. En lugar de analizar las causas de fondo que expliquen el viraje chileno, algunas reacciones optaron por el señalamiento personal y la descalificación extrema. El presidente Gustavo Petro afirmó que no saludaría a “un nazi”, una declaración que, lejos de aportar claridad, elevó el tono de la confrontación y desplazó la discusión hacia el terreno del insulto.
Las palabras de un jefe de Estado no son retóricas de campaña, tienen peso institucional y efectos políticos. Equiparar a un presidente electo mediante el voto popular con una ideología responsable de algunos de los peores crímenes de la historia no solo trivializa el concepto, sino que debilita el debate democrático. El desacuerdo político puede y debe expresarse, pero sin borrar los límites del lenguaje responsable.
Colombia no necesita más polarización, ni etiquetas absolutas, necesita una discusión seria sobre seguridad teniendo en cuenta el paro armado que está realizando el ELN, crecimiento económico, gobernabilidad y confianza institucional. Si el Gobierno responde a las señales regionales con descalificaciones, corre el riesgo de desconectarse aún más de una ciudadanía que exige soluciones concretas.
La lección chilena es clara, los electorados no son leales a los discursos, sino a los resultados. Ignorar esa realidad puede ser cómodo en el corto plazo, pero costoso en las urnas. Mirar a Chile, entonces, no es un ejercicio ideológico, sino un llamado a escuchar antes de que el péndulo vuelva a moverse.
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