La economía de Colombia entre la aparente bonanza y la fragilidad real

Aunque los indicadores macroeconómicos muestran señales de estabilidad, el elevado gasto público y las dificultades de financiamiento del Estado revelan una economía frágil que enfrenta riesgos crecientes en la antesala de un nuevo ciclo político.

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La economía colombiana parece ir bien en el papel, pero las finanzas del Estado cuentan otra historia. Mientras los indicadores macroeconómicos muestran cierto dinamismo, el Gobierno enfrenta serias dificultades de caja, al punto de recurrir a operaciones extraordinarias como la de los $23 billones y a figuras como la emergencia económica para sostener su funcionamiento. Ese contraste debería prender alarmas: si la economía realmente estuviera tan sólida como se presenta, no habría una presión tan alta sobre el financiamiento público.

En un país con crecimiento, empleo y consumo en expansión, el Estado no debería tener problemas para recaudar. Cuando las empresas y los ciudadanos prosperan, también lo hacen los ingresos tributarios. Pero lo que ocurre hoy en Colombia sugiere una realidad distinta: el flujo de recursos no es suficiente para cubrir un gasto público que se ha vuelto cada vez más voluminoso y difícil de sostener.

En el mundo empresarial existe una regla básica: cuando los egresos superan de forma persistente a los ingresos, una organización seria ajusta, recorta y se reorganiza. Reduce gastos, busca eficiencia y revisa sus prioridades para evitar que una coyuntura se convierta en una crisis estructural. Los Estados responsables deberían actuar bajo la misma lógica. La diferencia es que, en el sector público, las decisiones económicas suelen quedar atrapadas en la política, cuando en realidad deberían estar guiadas por criterios técnicos y de sostenibilidad.


La economía no distingue entre ideologías ni partidos. No le importa si gobierna la izquierda, la derecha o el centro. Los números son implacables. Por eso los cargos económicos en un país deberían estar en manos de personas con criterio técnico, experiencia y, sobre todo, independencia para decir “no” cuando sea necesario. La estabilidad fiscal, el crecimiento sostenible y la protección contra la inflación no pueden sacrificarse por cálculos electorales.

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Esto es especialmente cierto en países como Colombia, donde la inflación se convierte rápidamente en el impuesto más regresivo: golpea con más fuerza a los hogares pobres, que ven cómo su poder adquisitivo se erosiona sin que nadie les compense esa pérdida. Cuidar la economía no es un lujo tecnocrático, es una política social en sí misma.

Hoy el consumo en Colombia está alto, pero no por una economía productiva y sólida. Está impulsado en buena medida por un gasto público elevado, que incluye una nómina de contratistas inflada y poco transparente. A eso se suma el peso de la economía ilegal del narcotráfico, minería ilegal, lavado de activos que inyecta recursos al mercado, aunque a un costo social enorme. El turismo también aporta, y algunos sectores privados, como el bancario, muestran crecimiento. Pero el resto de la economía avanza con una lentitud que no alcanza para sacar al país de su estancamiento estructural.

El crecimiento es mediocre y no permite cerrar brechas ni superar el atraso. Peor aún, el ahorro privado está en niveles históricamente bajos, lo que debilita la capacidad del país para enfrentar choques futuros.

Frente a este panorama, el Gobierno debió haber optado por una política de austeridad responsable. Reducir gastos, priorizar inversiones productivas y fortalecer la disciplina fiscal era la ruta lógica. Pero en un año preelectoral, esa decisión parece políticamente inviable. La consecuencia es una bomba de tiempo que quedará en manos del próximo gobierno.

El problema es que la mayoría de los ciudadanos no sigue estos debates. Les parecen lejanos, técnicos y aburridos. Solo cuando la crisis estalla, cuando suben los precios, cae el empleo o se deterioran los servicios públicos surge la pregunta: ¿qué pasó, si antes todo parecía ir bien?

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Las crisis económicas no se construyen de un día para otro. Se gestan durante años y luego cuesta mucho desmontarlas. Colombia aún paga el costo de los desequilibrios creados en la pandemia, y ni siquiera cinco años después ha logrado volver a niveles de inflación compatibles con el bienestar de su población.

Por eso, más que triunfalismo, el país necesita serenidad, rigor y responsabilidad. La economía colombiana es frágil y sensible. Administrarla exige cuidado extremo, porque cuando las cosas salen mal, quienes más sufren no son los gobiernos, sino los ciudadanos más vulnerables.

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