Colombia entra al último tramo electoral en una coyuntura que no admite anestesia. No hay margen para la ingenuidad ni para el romanticismo cívico. Esta no es una elección para entusiasmarse, sino para entender. El país no votará desde la ilusión, sino desde la fatiga; no desde la esperanza fácil, sino desde una mezcla incómoda de miedo, cansancio y memoria. Y eso, aunque suene áspero, puede ser una buena noticia.
El tablero político que hoy se configura es brutalmente honesto: separa a quienes pueden gobernar de quienes solo saben narrarse. En el centro del escenario aparece la llamada consulta del centro tecnócrata, un experimento que —con todas sus limitaciones— responde a una necesidad real del país: reconstruir capacidad estatal sin caer en el vacío moral ni en la épica hueca.
Mauricio Cárdenas aporta rigor macroeconómico y experiencia en manejo de crisis; Vicky Dávila, una conexión directa con el pulso ciudadano y una capacidad de confrontación mediática que no puede subestimarse; Juan Daniel Oviedo encarna una tecnocracia con vocación pública y el país leído en cifras; David Luna representa conocimiento institucional y operación política. En esa misma órbita aparece Aníbal Gaviria, que conoce la región, sus dinámicas y tensiones, pero cuya oferta política sigue atrapada en una ambigüedad funcional: sabe administrar territorios, pero no ha logrado traducir esa experiencia en una visión nacional que convoque o incomode. También está Juan Manuel Galán, un hombre decente, sin duda, pero preso de su propio apellido: un delfín correcto, prolijo en el diagnóstico, deficitario en propuestas materializables y sin el filo que hoy exige el momento histórico. A ese conjunto se suma Paloma Valencia, ya confirmada, introduciendo un factor que altera el equilibrio: doctrina, memoria institucional y una noción de orden que no se negocia según la encuesta. Y suena Juan Carlos Pinzón, cuya eventual llegada reforzaría el eje de seguridad sobria y política exterior sin improvisación.
¿Qué tienen de bueno? Que entienden el Estado. Que no confunden gobernar con agitar. Que saben que la política pública es un oficio y no un performance.
¿Qué tienen de malo? Que el exceso de corrección puede volverlos inertes; que la suma de competencias no garantiza liderazgo; que el riesgo de parecer un comité y no una dirección existe. Esa consulta deberá demostrar que puede decidir, no solo administrar.
Ese bloque, además, tendrá que disputar un electorado con Abelardo de la Espriella, quien encarna otra cosa: el liderazgo emocional, personalista, reactivo. Abelardo es un “lobazo” de manual: voz fuerte, enemigo claro, relato simple. Su problema no es la energía, sino la profundidad. Captura rabia, pero no construye Estado. Convoca indignación, pero ofrece pocas pistas sobre cómo gobernar sin incendiar la casa. En un país alterado, ese discurso seduce; en un país cansado, empieza a generar desconfianza. La pregunta no es si Abelardo grita más fuerte, sino si sabe callar cuando gobernar exige prudencia. Hasta ahora, no ha demostrado eso.
Luego están los perdidos. Sergio Fajardo es el ejemplo más doloroso de autoboicot político. Su negativa a integrarse a cualquier consulta no es virtud, es aislamiento. Confundió independencia con narcisismo y terminó atrapado en un centro deslavado, incapaz de incomodar a nadie. Ha hecho de la ambigüedad una identidad y de la moderación una coartada para no decidir. No lo persiguió el sistema: se evaporó solo.
Alejandro Gaviria merece un lugar entre los perdidos no por falta de inteligencia, sino por exceso de cálculo mal ejecutado. Intentó ser candidato y no le dio: confundió solvencia técnica con liderazgo político y terminó hablando para sí mismo. Luego aceptó ser parte del gobierno Petro creyendo que podía corregirlo desde adentro, y salió erosionado, sin relato propio y sin autoridad intacta. Le ofrecieron el Senado como tabla de salvación, pero incluso ahí el movimiento se entrabó: demasiado gobierno para ser oposición, demasiada oposición para cargar con el gobierno. En política, equivocarse una vez es humano; insistir en el error termina siendo carácter.
Claudia López, en cambio, no se perdió: se agotó. Su capacidad camaleónica ya no es leída como pragmatismo, sino como falta de columna vertebral. Cambió de causas con la misma facilidad con la que cambió de tono, y el electorado lo notó. En política, uno puede cambiar de opinión; lo que no puede es hacerlo tantas veces que nadie sepa quién es usted cuando apaga el micrófono.
Y están los condenados. Roy Barreras e Iván Cepeda representan un proyecto que ya gobernó el relato y hoy sobrevive justificándose. No ofrecen futuro: administran daños. No convocan esperanza: explican fracasos. Su discurso está gastado, su autoridad moral erosionada y su capacidad de entusiasmar reducida a nichos cada vez más pequeños. No están compitiendo por el país que viene, sino por no cargar solos con el país que dejaron.
Todo esto ocurre bajo una coyuntura severa. En seguridad, Colombia enfrenta el punto más alto de violencia política en dos décadas: control territorial fragmentado, economías ilegales fortalecidas y una Fuerza Pública sometida a ambigüedad institucional. No es colapso, pero sí desgaste. En economía, la reciente emergencia económica declarada por el gobierno y el anuncio de aumentos agresivos del salario mínimo envían señales inquietantes al sector empresarial: más costos, menos previsibilidad, mayor informalidad. El sector real entra al último sprint electoral con el freno de mano puesto, esperando que la política deje de jugar con la estabilidad como si fuera una variable ideológica.
¿Debe haber esperanza? Sí, pero no euforia.
¿Debe haber miedo? No pánico, pero sí lucidez.
Esta elección no se trata de salvar el país ni de refundarlo. Se trata de algo más sobrio y más difícil: evitar que se siga descomponiendo. Elegir bien, esta vez, no será un acto emocional, sino un ejercicio de responsabilidad adulta. Y quizá ahí esté la verdadera oportunidad: en que Colombia, cansada pero alerta, decida dejar de aplaudir discursos y empiece a exigir carácter, método y límites.
Porque en los países que han aprendido a caer sin desaparecer, votar deja de ser un ritual y vuelve a ser lo que siempre debió ser: una decisión que pesa.
Por: Juan Diego Vélez Forero -@juandiegovelezf