Por: Wilmar Vera Zapata
Cada 1 de mayo, en Moscú o Berlín, decenas de personas celebran el Día del Trabajador. Por lo general, en esas reuniones los nostálgicos salen con imágenes, camisetas o afiches de Lenin, Stalin o Mao. Es una forma de mantener viva la memoria de personajes relevantes aún hoy día. Es más, puede uno salir en pleno centro de Medellín o Bogotá con una camiseta estampada con esas efigies y tal vez no pase nada. Tal vez…
¿Y si fuera el rostro de Hitler el que porta un transeúnte? Seguramente sí se generarían complicaciones, toda vez que sobre el líder austríaco recae una fama (bien ganada) de asesino inmisericorde, que tiene a sus espaldas mínimo 6 millones de judíos asesinados en sus nefastos campos de concentración, entre otras desgracias.
Lo curioso es que Stalin, Lenin y Mao tienen más muertos encima y fueron en muchos grados superiores a su émulo fascista. Lo que pasa es que ellos tienen mejor manejo de relaciones públicas y con sus narrativas sus seguidores limaron los crímenes con esmero y tolerancia de artesano.
La semana pasada los miembros del partido Comunes realizaron un homenaje a Jorge Briceño, alias Mono Jojoy, cuyo nombre real era Víctor Julio Suárez Rojas, dado de baja en un bombardeo militar el 22 de septiembre de 2010. El homenaje generó por supuesto rechazo (igual que en años anteriores, pero ahora más sensibles porque estamos ad portas de año electoral) y hasta declaraciones torpes como las de la senadora Sandra Ramírez, que comparó las “comodidades” de los exsecuestrados de esa guerrilla frente a las dificultades que padecen los detenidos en las cárceles del Inpec.
Se excusó por el desatino, pero el homenaje siguió.
Cada uno tiene derecho a exaltar a quien quiera, sea una persona de paz o un sanguinario asesino. Como ocurre con Hitler, Franco, Mao o Pinochet, quien los quiera recordar como seres excepcionales, allá ellos. Hay ingenuos que tienen en sus casas imágenes falsamente sacras de cuestionables personajes como Pablo Escobar o el presi (dente, diario) eterno sin ninguna vergüenza, exhibiéndolos con orgullo, insensibles a sus maldades y daños generados.
Las Farc, cuando fueron guerrilla, llegaron a ser tan poderosas que hasta pusieron presidentes. Sin duda, son las culpables de que la izquierda, los progresistas y socialdemócratas colombianos carguen el sambenito de ser “comunistas”, “expropiadores”, “asesinos”; epítetos que son difíciles de cambiar porque para los ignorantes es fueron iguales Carlos Gaviria y Raúl Reyes.
Con su actuar, la extinta guerrilla se encargó de direccionar a la opinión pública a favor de uno u otro candidato. Desde Belisario Betancur, quien deseó firmar la paz muy en contra de los militares, empresarios y políticos de la época, pasando por Virgilio Barco, quien intentó el diálogo y la desmovilización, pero solo un puñado de guerrillas menos poderosas entendió que la Guerra Fría y la combinación de todas las formas de lucha eran caducas, que podrían cambiar el país desde la actividad política. Pagaron con su sangre y la aniquilación física ese sueño, pero no volvieron a las armas. Mantuvieron la palabra.
Con Ernesto Samper su esfuerzo fue en vano y recrudeció el actuar insensible y despiadado de los hombres de Manuel Marulanda. De ahí saldría el Mono Jojoy como un estratega y militar sagaz y sangriento, amo y dueño de los campos de concentración criollos, donde encerró a centenares de soldados y civiles secuestrados en condiciones infrahumanas. Moneda de cambio para una institución que poco se preocupaba pos sus miembros. Cual émulo de Hitler, Pol Pot o Stalin, el mundo vio con sorpresa el nivel de degradación de un grupo que se creía invencible y justiciero.
Pastrana buscó derrotar a Serpa y propuso negociar con las Farc. La estrategia funcionó y Marulanda dijo que dialogaría con él si ganaba. Con el triunfo en la mano (y un Rolex de regalo al líder por el empujón) Pastrana le ofreció el oro y el moro a unos subversivos que se creían un estado dentro del Estado, con visitas de personalidades globales y amos de un terreno propio para instaurar el germen de su república independiente.
Pero estiraron la cuerda hasta romperla, Pastrana se dio cuenta que todo era un engaño y que no ganaría el Nobel de Paz. Una vez más, millones votamos contra las Farc cuando un desconocido político paisa no fue al besamanos del Caguán como todos los políticos del momento. Millones más nos arrepentimos de esa decisión.
Las Farc es una de las culpables de las mayores desgracias del país en su época moderna. El acuerdo de paz fue la única salida civilizada y los millones que votamos SÍ al plebiscito, no les perdonamos sus crímenes pues deben purgar un castigo, pedir perdón, contar la verdad del conflicto y no repetir el horror que generaron. Por eso, les tendimos la mano para reconstruir el país descuadernado por una violencia que parece eterna.
Hoy el “frágil” proceso aguanta las embestidas de la derecha que desea venganza y no justicia. No la han podido acabar, pese a los más de 200 excombatientes asesinados por numerosos enemigos de la paz y las piedras que los enanos le lanzan al gigante sueño de la reconciliación.
El Mono Jojoy no es más que un sujeto que mojará prensa por estos días. No merece ser homenajeado, recordado sí, como uno más de esos colombianos que al elegir la muerte cayó bajo su ley, como tantos que son mesías promotores de la violencia y que la Historia colocará en su justo lugar. Son sujetos que más que elogiar hay que evitar entre las futuras generaciones. Que no vuelvan a existir y enterrar su legado es el verdadero homenaje, pero a sus víctimas, no al victimario.