A la candidata: mi mentora

La elección de Paloma Valencia como candidata presidencial del Centro Democrático fue, para mí, una de esas noticias.

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Hay noticias que no informan: confirman. No anuncian algo nuevo, sino que ordenan una intuición antigua. La elección de Paloma Valencia como candidata presidencial del Centro Democrático fue, para mí, una de esas noticias. No me sorprendió. Me conmovió. Como se conmueve uno cuando ve llegar, al fin, a alguien que lleva años caminando sin atajos. Escribo esta columna como se escriben las cosas que importan: sin apuro y sin distancia. Con el corazón expuesto, pero con el lenguaje cuidado. Porque hay afectos que no necesitan exagerarse para ser profundos, y hay admiraciones que no se gritan porque se han vivido.

Conocí a Paloma en el punto exacto donde las convicciones dejan de ser juveniles y empiezan a pedir responsabilidad. Cuando servir al país ya no era un anhelo difuso, sino una pregunta incómoda sobre cómo hacerlo sin traicionarse. Recuerdo conversaciones que no buscaban aplauso ni consuelo, sino claridad. Aprendí entonces —viéndola— que la política no es un escenario para satisfacer el ego, sino un espacio donde el carácter queda irremediablemente al descubierto. Que hay ideas que se defienden incluso cuando incomodan a quienes más queremos. Y que la coherencia no es una pose: es una forma de cansancio bien llevado.

Llegar hasta aquí no fue natural. Fue arduo. Fue, en muchos momentos, solitario. Especialmente porque Paloma nunca aceptó la pedagogía condescendiente que este país suele imponerle a las mujeres firmes. No pidió indulgencia. No suavizó su carácter para resultar amable. No confundió la ternura con debilidad ni la firmeza con soberbia. Caminó como caminan quienes saben que ceder en lo esencial es una forma lenta de desaparecer. Por eso esta candidatura tiene una densidad que no se agota en la coyuntura electoral. No es solo una decisión partidista. Es un gesto cultural. Es la afirmación de que aún es posible una política que no se avergüenza de sus principios, que no se disfraza para agradar, que no negocia su espina dorsal para sobrevivir. En tiempos de ruido, Paloma llega con una voz que no necesita elevarse para imponerse.


Para mí, este momento es también íntimo. Me produce una alegría serena, casi grave. Me honra haber caminado a su lado, haber aprendido de su manera de pensar el país sin romanticismos y de ejercer el poder sin reverencias. Me honra saber que, cuando el país vuelve a pronunciar su nombre, ese nombre ya había sido para mí una referencia, una escuela, una brújula silenciosa.

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Hay una Paloma que el país no ve. No aparece en los titulares ni en los debates televisados. Es la Paloma de los pasillos largos, de las horas que no cuentan para la estadística política, de las conversaciones sin micrófonos donde el poder se reduce a una pregunta sencilla: ¿esto es lo correcto?

La conocí en jornadas que empezaban temprano y terminaban cuando el Congreso ya estaba vacío. Recuerdo verla leer, subrayar, volver a leer. No para ganar una discusión al día siguiente, sino para no traicionarse en ella. Recuerdo su forma de escuchar: atenta, rigurosa cuando hacia falta, pero siempre honesta. Nunca prometía lo que no estaba segura de cumplir. Nunca regalaba palabras. En política, eso es raro. Y cuesta. Compartimos momentos de tensión silenciosa, de esos en los que una decisión se toma sin testigos y se sostiene sin aplausos. Recuerdo una tarde cualquiera —que terminó siendo decisiva— en la que, frente a una presión evidente para ceder, optó por la incomodidad. No levantó la voz. No buscó aliados circunstanciales. Simplemente dijo no. Ese “no”, dicho sin dramatismo, fue una lección más poderosa que cualquier discurso.

También vi su lado humano en los instantes que no se cuentan. La vi llegar cansada, no derrotada. La vi dudar sin quebrarse. La vi reír en medio del desgaste, como quien entiende que la política sin humanidad se vuelve peligrosa. La vi cargar el peso de ser referente sin permitirse el lujo de la frivolidad. Paloma no actúa un papel: habita una responsabilidad. Detrás de la política hay una mujer que no vive de la estridencia ni del cálculo inmediato. Hay una disciplina silenciosa, una exigencia personal que no se negocia y una idea clara de lo que significa servir sin servirse. Esa es la Paloma que yo conozco. La que entiende que el poder no es un privilegio, sino una carga que se acepta con pudor.

Todo eso me instala en una confianza silenciosa, desligada de los resultados inmediatos. Porque quien ha sabido sostenerse cuando nadie miraba, sabrá hacerlo cuando todos miren. Porque quien ha ejercido el poder en voz baja no se pierde cuando el volumen sube. Y porque detrás de la candidata hay una persona que no necesita fingir cercanía ni fabricar épica: le basta con ser fiel a lo que ha sido siempre.

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Yo no le pido promesas ni gestos grandilocuentes. Le entrego algo más frágil: la confianza de una generación que aprendió temprano a desconfiar. Pongo en sus manos mis banderas —las del trabajo bien hecho, la ley como refugio y no como amenaza, la libertad sin estridencias— porque he visto cómo las cuida cuando nadie la está mirando. No espero atajos ni milagros; me basta saber que quien llega a este punto sin traicionarse no suele extraviarse cuando el poder se vuelve costumbre. Por eso camino tranquilo: porque confío en usted no sólo como candidata, sino como mujer que sabe que gobernar también es resistirse a cambiar lo que uno es.

Sé que el camino que se abre no será indulgente. Vendrán la simplificación cómoda, el ruido interesado, la impaciencia de quienes miden la política con encuestas de corto aliento y la tentación constante de hacer comercial lo que solo funciona con rigor. A una mujer firme se le exige más, se le perdona menos y se le observa con una atención que rara vez es benévola. Paloma es la candidata porque llega a este punto sin deberle el alma a nadie. No es el producto de una coyuntura ni el resultado de un consenso tibio, sino la consecuencia lógica de una trayectoria construida a contracorriente. No escribo para convencer a nadie. No escribo para prometer victorias. Escribo para dejar constancia de algo que vale la pena decir en voz alta: esta candidatura no nace del cálculo, sino de la persistencia.

Sé reconocer cuándo algo no empieza hoy, sino que por fin encuentra su nombre. Usted lo sabe: su sueño hoy se vuelve país, y en ese tránsito también se vuelve mío. Acompañarla en este camino ha sido —y sigue siendo— uno de los mayores honores de mi vida. Que Dios la acompañe, candidata.

Por: Juan Diego Vélez Forero -@juandiegovelezf

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