En un escenario político saturado de discursos reciclados, tecnicismos y alianzas que se arman por conveniencia más que por convicción, aparece Santiago Botero Jaramillo conocido popularmente como “Balín”—, un candidato que irrumpe como un vendaval en la conversación pública. Su frase de guerra, “Balín para el bandido, libertad para el colombiano”, no solo resume su visión de país, sino que encierra la estrategia con la que busca cautivar a un electorado hastiado del miedo, la inseguridad y la política tradicional.
Botero se autodefine como un empresario independiente, un hombre que “no le debe nada a nadie” y que, según él, llegó a la política por un llamado de Dios. Rechaza alianzas con partidos, promete financiar su propia campaña y dice conocer el secreto de la riqueza y la productividad. En un país donde la financiación política suele estar amarrada a intereses, Botero se presenta como el “candidato sin dueño”, una narrativa que busca legitimidad en la independencia y fuerza en el discurso providencialista.
Su estilo es directo, desafiante y sin filtros. Para algunos, un aire fresco; para otros, una amenaza al equilibrio democrático. Botero no mide palabras, las dispara. Ante el secuestro de 34 soldados en Guaviare, lanzó su ya célebre sentencia: “Balín para el bandido”. Una frase que resume su visión de seguridad y justicia, pero también su reto mayor: convertir un lenguaje de guerra en una propuesta política viable.
El discurso de la derecha que quiere diferenciarse
El candidato antioqueño busca ocupar un nicho que los partidos tradicionales han abandonado: la derecha radical que no se siente representada por los matices ni por los pactos. Apela a la indignación, al sentimiento de que “la autoridad se perdió”, y promete recuperar el orden, aunque eso signifique ir “por las malas”. Su narrativa resuena especialmente entre ciudadanos de clase media baja, empresarios pequeños y sectores rurales cansados de la violencia cotidiana y de un Estado ausente.
Pero este tipo de discurso tiene doble filo. Por un lado, le da visibilidad y conexión con una base emocional fuerte. Por el otro, lo ubica en el borde del extremismo, donde cualquier error puede volverse un escándalo. Su cercanía discursiva con viejos líderes de las autodefensas y su admiración por la “mano dura” le pueden restar credibilidad en escenarios internacionales o entre votantes moderados.
Una campaña que apela al show y la fe
Botero entiende el lenguaje de las redes sociales: el impacto inmediato. No promete planes de gobierno de 50 páginas, sino frases virales, videos emocionales y apariciones pública que rozan lo teatral. Su comunicación política se apoya en la idea de que “la política no necesita políticos”, sino ciudadanos que actúen. Esa combinación entre fe, populismo y espectáculo puede ser su trampolín o su caída.
A diferencia de otros candidatos, Botero no busca parecer conciliador; busca parecer auténtico. Y en un país donde el descrédito político es norma, la autenticidad —por más polémica que sea— tiene poder electoral. Sin embargo, la gran pregunta es si esa autenticidad puede sostener una estructura de campaña nacional sin alianzas, sin maquinaria y sin presencia territorial fuerte.
¿Un fenómeno pasajero o una amenaza real al statu quo?
Santiago Botero es, hoy, el rostro visible del descontento social por la inseguridad y la corrupción. Su discurso lo posiciona como un fenómeno mediático inevitable, pero aún no como un candidato competitivo. Si logra convertir el ruido en organización, el impacto en estructura, y la indignación en votos, podría transformar la campaña presidencial. Pero si su estrategia se queda en la retórica de la bala y la fe, será recordado más como un síntoma que como una solución.
Colombia, en todo caso, está escuchando. El país que Botero imagina —duro, moralista, disciplinado y libre de “bandidos”— revela tanto de él como de los temores de una parte del electorado que quiere volver al orden, aunque sea a punta de “balín”.
El fenómeno apenas comienza. Y si algo deja claro la aparición de Santiago Botero en la contienda es que, una vez más, la rabia sigue siendo una de las fuerzas más poderosas de la política colombiana.
Por: Juan Nicolás Pérez Torres – @nicolas_perez09
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