Por: Miguel Gómez Martínez
Somos un país de extremos. Terribles inviernos son seguidos por largos veranos. En un sólo día podemos tener el sol más ardiente y el más torrencial aguacero. Comemos y bebemos sin límites. Pero nada refleja mejor esa capacidad de irnos a los extremos opuestos que la manera como endiosamos y luego acabamos a las figuras de nuestra sociedad.
El mejor caso es el de Nairo Quintana. Antes del Tour fue exaltado como el mejor y más grande. Ahora, que parece no estar en su mejor forma, lo lapidamos y abandonamos. Como me gustan los deportes quiero recordar que Nairo ha estado en los podios de las tres mejores carreras de ciclismo del mundo (Tour, Giro y Vuelta), ganando dos de ellas (Giro y Vuelta). Muy pocos ciclistas en la historia de ese deporte han logrado una hazaña parecida. Es un mérito inmenso para un muchacho de origen humilde, que sin el apoyo y tecnología disponible en Europa, haya logrado estar entre los grandes.
Lo que sucede es que los comentaristas son tan exagerados y parcializados que generan unas expectativas desmedidas que se transforman en grandes frustraciones. Nos falta ponderación para analizar las fuerzas y debilidades de esas figuras. Nairo siempre deberá asumir su debilidad en la contra- reloj cuya explicación tienen mucho que ver con su constitución física. Ser pequeño lo perjudica cuando debe pedalear en solitario pero en cambio es un fortaleza cuando tiene que subir pues debe cargar con un menor peso corporal.
Los colombianos nos cuesta mucho aceptar nuestras debilidades. Somos falsamente nacionalistas pues nos orgullecemos de cosas que son reprochables como la “malicia indígena”, que consiste en utilizar la inteligencia para hacer el mal. Somos dóciles en el exterior e indisciplinados en el interior. Respetamos la autoridad mientras no sea la nuestra e indolentes para enfrentar a los corruptos. Lo público lo vemos como un botín y nos quejamos sin límites de lo que nos parece mal pero vivimos en una permanente pasividad. Nuestro patriotismo empieza y termina con los partidos de la selección. De ahí no pasa.
Esa ausencia de matices se aplica a todo: la política, las relaciones familiares, los juicios sobre las personas, la manera como entendemos la historia y como vemos a los extranjeros. Nos hace falta esa moderación propia de quien entiende que las cosas no son fáciles ni sencillas. Nos hace falta entender que entre los dioses y los diablos estamos los seres humanos, con su virtudes y defectos.