El decretazo

El aumento del salario mínimo eleva los precios de bienes y servicios indexados al costo laboral como arriendos, transporte, educación y restaurantes, diluyendo el beneficio del mayor ingreso nominal.

El decretazo
Foto: Redes sociales

El presidente Gustavo Petro acaba de anunciar lo que ya se veía venir: un aumento del salario mínimo del 23% para 2026, que lo lleva a $1.750.905. Es el incremento más alto decretado en décadas y llega, no por coincidencia, sino por cálculo, en pleno año electoral.

Lo que el Gobierno presenta como un acto de “justicia social” es, en realidad, una operación de psicología política cuidadosamente diseñada. El mensaje es simple y efectivo: “Miren cuánto más van a ganar”. Lo que no se dice, deliberadamente, es cuánto más van a tener que gastar.

Porque ahí está el truco. El salario nominal, la cifra que aparece en el recibo, no es lo mismo que el salario real, es decir, lo que realmente se puede comprar con ese dinero. Cuando el salario mínimo sube 23%, pero la inflación se mantiene en 5,3%, muy por encima de la meta del 3%, y los precios se ajustan al alza, lo que se entrega con una mano se termina quitando con la otra

En el papel, 2,4 millones de trabajadores que devengan exactamente el salario mínimo, apenas el 10% de los ocupados. Pero incluso ellos descubrirán pronto que ese “aumento histórico” se evapora en cuestión de meses. Estudios del Banco de la República muestran que cada 100 puntos básicos de aumento del salario mínimo generan 14 puntos básicos adicionales de inflación. Traducido: subir el mínimo 23% implica presionar automáticamente los precios al alza.

El resultado es previsible. Arriendos indexados al IPC que suben, transporte más caro, servicios públicos al alza, educación más costosa, restaurantes más caros, cuotas de administración más altas. Todo lo que está atado al costo laboral, que es casi todo, se encarece. Y así, el trabajador que creyó que iba a vivir mejor descubre que su poder adquisitivo no mejoró o, peor aún, se deterioró.

Pero hay otra víctima que rara vez entra en el discurso oficial: la clase media. Cuando el salario mínimo sube 23%, los salarios medios y altos no lo hacen en la misma proporción. Un trabajador que gana dos o tres salarios mínimos recibe, con suerte, ajustes del 3% al 6%. Muchos no reciben ninguno. No es ilegal: el aumento solo es obligatorio para el mínimo.

Se produce entonces un efecto perverso: el salario mínimo se acerca artificialmente a los salarios medios, mientras los costos suben para todos. El resultado es una compresión salarial que castiga a la clase media, que pierde poder adquisitivo y enfrenta precios más altos. No es igualar hacia arriba; es empujar a todos hacia abajo.

Ahora viene la parte que el Gobierno prefiere no mostrar. Hoy, 11,3 millones de colombianos, el 47,6% de los ocupados, ganan menos del salario mínimo porque trabajan en la informalidad. Esa cifra creció 12% en un solo año. Y, según el Banco de la República, cada punto adicional de aumento del mínimo incrementa hasta en 0,7 puntos la probabilidad de trabajar informalmente.

La razón es simple. Las micro, pequeñas y medianas empresas, que concentran la mayor parte del empleo, no pueden absorber estos costos. Tienen tres opciones: despedir, dejar de contratar o recurrir a la informalidad. Las tres empeoran el problema. Más informalidad implica menos cotizantes a salud y pensiones, poniendo en riesgo la sostenibilidad de ambos sistemas.

A eso se suma el costo fiscal. Cada punto adicional en el salario mínimo agrega cerca de $0,24 billones al gasto en pensiones del régimen de prima media. Con un aumento del 23%, el impacto supera los $5,5 billones. ¿De dónde sale ese dinero? Del bolsillo de todos, vía impuestos o mayor déficit.

Petro sabe exactamente lo que hace. Entrega una cifra grande, redonda y emocionalmente poderosa. “Te subí el salario 23%, ¿quién más ha hecho eso por ti?” Es un anzuelo electoral perfecto.

Pero la economía no se gobierna con eslóganes. Los empresarios propusieron un aumento del 7,21%, los sindicatos del 16%, y el Gobierno decretó 23%, superando incluso la petición de los trabajadores organizados. ¿Eso es concertación? No: es imposición con calendario electoral.

Ni la inflación, ni la productividad, que apenas creció 0,91%, ni el crecimiento del PIB, del 2,8%, justifican un aumento de esta magnitud. Pero las cifras importan poco cuando el objetivo no es la estabilidad económica, sino la narrativa política.

La historia ya lo ha mostrado. Venezuela, Argentina, Zimbabue: gobiernos que intentaron decretar la prosperidad elevando salarios sin controlar la inflación. El resultado siempre es el mismo: salarios nominales más altos en monedas cada vez más débiles. Más billetes, menos capacidad de compra.

No se vive mejor porque el cheque tenga más ceros. Se vive mejor cuando la inflación está bajo control, cuando las empresas pueden contratar formalmente, cuando el sistema pensional es sostenible y cuando las familias pueden planear su futuro sin que un decreto de diciembre cambie todas las reglas.

El decretazo es eso: un acto de autoridad disfrazado de generosidad. Le resuelve el problema electoral al presidente, pero le traslada el problema económico al país. Y cuando en seis meses los precios hayan subido, la informalidad haya crecido y las pensiones entren en tensión, será demasiado tarde para arrepentirse.

Colombia no necesita decretazos. Necesita políticas serias de formalización laboral, control inflacionario real y un mercado laboral que premie la productividad, no la demagogia.

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