Por: Juan David García
En los últimos ocho años, el posicionamiento de nuevos liderazgos en la escena política europea y, en general, de todo Occidente, ha generado una ola de críticas y temores que están generalmente guiados por la confusión ideológica, el temor de las élites a perder el poder y los estereotipos utilizados por el establecimiento mediático, académico y político, para descalificar a quienes no adhieren a las corrientes dominantes de la socialdemocracia tradicional. Con frecuencia, cada partido, movimiento o figura que comienza a adquirir protagonismo y respaldo ciudadano, al margen de la izquierda y la centroizquierda, está siendo señalado al unísono como ultraderechista o neofascista, incluso si sus propuestas o agenda programática nada tienen que ver con ese extremo del espectro ideológico.
Es ya muy común encontrar en canales internacionales de noticias, en programas de debate o en las redes sociales más importantes, ese tipo de referencia que parte de la ignorancia y el desconocimiento de la naturaleza de la democracia liberal, pues se asume de manera equivocada que la democracia es una forma de gobierno en la cual solo caben quienes se consideran progresistas, el término de moda utilizado para caracterizar el pensamiento de izquierda como moderno, avanzado y de vanguardia, frente a lo que para ellos representa tiempos oscuros, represión y negación del progreso. Así pues, los líderes de partidos europeos y latinoamericanos de derecha liberal, centro derecha y conservadores, son percibidos como una amenaza o aún como el mayor riesgo para las libertades civiles, políticas y económicas de los ciudadanos, a pesar de que sus ideas puedan ser mejores y más atractivas.
Hay varios casos para entender la cuestión. Sebastian Kurz, del Partido del Pueblo, es desde hace unos meses el primer ministro de Austria, y también, el gobernante más joven del mundo. Como ha manifestado la preocupación compartida de un sector importante de la sociedad austriaca por el problema de la inmigración ilegal, principalmente la gran oleada que proviene de Oriente Medio, el establecimiento europeo encendió las alarmas por lo que considera el ascenso de la extrema derecha al poder, con el agravante de que en algunos programas de televisión se llega al extremo de compararlo con Hitler. Lo mismo ocurre con Viktor Orban, el primer ministro húngaro, que ha sido reelegido y se confirma para un tercer mandato. Un titular de El Mundo, de España, lo califica como el hombre más peligroso de la Unión Europea -sin embargo, no hay ese tipo de alusiones a los nacionalistas antisistema de Cataluña, o a miembros de organizaciones terroristas como ETA, que anunció su disolución definitiva-.
De otro lado, Jimmie Akkeson, el representante de Demócratas de Suecia -Sverigedemokraterna, SD-, recibe ataques constantes en los medios suecos y se le excluye de numerosos espacios de debate, pues se le acusa de racista por cuestionar la efectividad de la política migratoria del gobierno, que se ha probado contraproducente para la estabilidad social del país.
Actualmente nos encontramos en la era de la corrección política y de la hegemonía del discurso contracultural de la izquierda, y todo aquel que decide apartarse y plantear algo diferente, es percibido como desafiante. La razón para esto es que se han dado cuenta de que están perdiendo el poder, asumiendo una actitud opuesta a la vocación democrática y pluralista que dicen tener, y actuando de espaldas a los reclamos de las mayorías, que ya los han dejado.