El fuego que quiso borrar la República

Porque el día en que Colombia deje de dolerse del Palacio de Justicia, no solo perderá su alma: perderá también la conciencia de lo que significa ser una República.

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El 6 de noviembre de 1985 no fue un día: fue una herida que aún respira. El humo del Palacio de Justicia no solo devoró las paredes del Estado, sino la fe de un país entero en sus instituciones. Aquella mañana, cuando la barbarie del M-19 irrumpió en nombre de una “revolución” que se creía redentora, Colombia presenció el acto más obsceno de su historia reciente: la justicia convertida en rehén, los magistrados en víctimas, el derecho en ceniza. Durante cuarenta años hemos aprendido a narrar esa tragedia con palabras tibias, temerosas, asépticas. Pero no hay eufemismo posible: fue un acto de terrorismo que intentó dinamitar el corazón de la democracia colombiana. Y lo hizo con el mismo cinismo con el que hoy algunos pretenden romantizarlo. Aquellos hombres y mujeres del M-19 no fueron idealistas extraviados; fueron terroristas. Y el Palacio no fue un campo de batalla, fue un sacrificio.


Ese día, en el fuego y en la sangre, se apagaron las mentes más lúcidas de nuestra justicia. Los magistrados de la Corte Suprema Justicia—juristas que encarnaban el pensamiento libre y el deber público— junto con funcionarios de las mismas corporaciones, murieron no solo por las balas, sino por la traición de una ideología que creyó que el fusil podía sustituir el argumento, dejando un atroz resultado de 101 personas fallecidas y 6 desaparecidas. Con ellos cayó una generación de pensamiento jurídico que sostenía, con la pluma y con la ley, los cimientos del Estado de Derecho. Cuarenta años después, Colombia sigue temblando ante ese eco: el de un país que no ha sabido honrar a sus muertos ni condenar sin ambigüedades a sus asesinos. Porque si algo define nuestra tragedia es la tibieza moral con la que la izquierda —esa que se cree dueña del dolor— ha intentado reescribir la historia, pintando a los victimarios de héroes y a los héroes de olvido.

A las 11:30 de la mañana de ese lamentable 6 de noviembre, un camión Ford 51 carpado, que llevaba 28 guerrilleros del comando Iván Marino Ospina del M-19 al mando de Luis Otero y Andrés Almarales, ingresaron al Palacio de Justicia en una operación llamada “Antonio Nariño por los Derechos del Hombre” bajo el pretexto de “juzgar al presidente Betancur”. Lo que siguió fue una masacre que devoró la palabra, el derecho y la institucionalidad. 28 horas después, el fuego había consumido no sólo el edificio, sino la esperanza de un Estado que todavía creía en su propia autoridad. Dentro de aquellas paredes ardieron mentes brillantes como Alfonso Reyes Echandía, Manuel Gaona Cruz, Carlos Medellín Forero, Ricardo Medina Moyano y Fanny González Franco —la primera mujer magistrada de la Corte Suprema—. Murieron con ellos la independencia judicial y el sentido mismo del deber público. Los insurgentes no atacaron un símbolo sino el corazón jurídico del país. Pretendían imponer justicia a través del terror, silenciar la jurisprudencia con fusiles, convertir el estrado en trinchera. Desde entonces, la justicia en Colombia no volvió a hablar con la misma voz.

El fuego no sólo destruyó los expedientes de narcotraficantes y criminales, sino los cimientos de una nación que había creído que las ideas podían debatirse sin morir por ellas. En las cenizas del Palacio quedaron dispersas las páginas del Estado de Derecho, mientras las llamas proyectaban sobre el cielo bogotano la imagen de un país devorándose a sí mismo. Fue el día en que la izquierda armada, cegada por su delirio redentor, intentó imponer justicia matando jueces. Y fue también el día en que el Estado, entre la confusión y la venganza, olvidó que su deber era proteger la vida, no competir con la barbarie.

Desde entonces, los mismos que justificaron aquella barbarie —amparados en el lenguaje de la resistencia o la revolución— han querido reescribir el relato. Pero no hay versión ideológica que pueda limpiar el humo ni la sangre. El M-19, que pretendió “refundar la patria”, terminó siendo símbolo de su fractura. Y lo más doloroso es que, cuatro décadas después, muchos de sus protagonistas o herederos políticos siguen dictando cátedra de moral, invocando la paz mientras jamás se disculparon por haber iniciado la guerra. La Toma del Palacio no fue un error de estrategia: fue un crimen político, un acto deliberado contra la civilización y la justicia. Y ese crimen, aunque hoy lo maquillen de épica, fue el punto en el que Colombia comprendió que la violencia no distingue causas, ni banderas, ni uniformes: sólo arrasa.

El M-19, en su arrogancia mesiánica, creyó que podía “liberar al pueblo” a punta de balas. Pero lo que liberó fue el miedo. Detrás de la retórica revolucionaria se escondía el desprecio por la vida y por la palabra. Aquellos jóvenes armados que irrumpieron gritando consignas de justicia no buscaban justicia alguna: buscaban poder. Y en ese camino destruyeron a los más justos, los que se quedaron defendiendo la ley mientras el fuego avanzaba.

La historia posterior fue aún más insultante: los victimarios fueron indultados, glorificados, incorporados a la vida política, y sus crímenes revestidos de causa noble. Algunos incluso llegaron al poder, con la bandera de la reconciliación como escudo moral. Pero no hay paz verdadera sin memoria ni perdón sin arrepentimiento. Convertir el terror en mito fundacional no es reconciliar: es reescribir la historia con la sangre de las víctimas. La justicia, la misma que ardió aquel día, fue la gran ausente durante cuatro décadas. Las investigaciones se dilataron, los responsables se diluyeron entre archivos, y el país aprendió a convivir con la impunidad como si fuera un destino. Manuel Gaona Cruz lo advirtió antes de morir: “El día que la justicia sea silenciada, la nación dejará de tener voz”. Ese día llegó con el humo del Palacio, y su eco aún resuena.

No sólo perdimos magistrados, perdimos referentes morales. Perdimos una generación de juristas que creía que el derecho podía ser escudo contra la barbarie. Perdimos el respeto por la toga y el miedo por el delito. Desde entonces, Colombia ha sido un país que intenta levantar su institucionalidad sobre ruinas que nunca ha querido limpiar del todo. Y lo más indignante es que, desde aquel noviembre fatídico, los herederos políticos del M-19 hablan desde el poder con el mismo tono mesiánico, justificando el pasado con el discurso de la paz y usando la memoria como arma ideológica. Son los mismos que hoy dicen defender la vida, pero alguna vez dispararon contra ella; los mismos que se dicen humanistas, pero ordenaron incendiar la casa de la justicia.

Hoy, cuatro décadas después, lo mínimo que podemos ofrecerles a las víctimas es memoria sin romanticismo, respeto sin revisionismo y verdad sin indulgencia. Recordar el Palacio no es un acto del pasado, es una defensa del presente: porque cada vez que un gobierno desprecia las instituciones, cada vez que un líder se cree redentor, cada vez que la violencia se justifica con discurso, el humo vuelve a levantarse sobre Bogotá.

El fuego del 6 de noviembre de 1985 no se ha apagado: arde en cada mentira, en cada silencio, en cada intento de maquillar el horror con poesía política. Que no nos venza el olvido. Porque el día en que Colombia deje de dolerse del Palacio de Justicia, no solo perderá su alma: perderá también la conciencia de lo que significa ser una República.

Por: Juan Diego Vélez Forero -@juandiegovelezf

Del mismo autor: El ocaso de un relato: cuando el poder se escucha a sí mismo

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