Como diría el escritor Indro Montanelli, “Dios debe sentir debilidad por los lunáticos”. (El loco que descubrió Troya)
Johann Ludwig Heinrich Julius Schliemann, nació en 1822 en el Gran Ducado de Mecklemburgo-Strelitz. Hijo de una familia humilde compuesta por una madre que murió cuando él apenas tenía ocho años y un padre pastor, alcohólico y mujeriego porque si la naturaleza humana tiene una característica es su profunda incoherencia.
Su padre fundó en él una fascinación, que luego se convertiría en locura, por el pueblo griego. A los seis años en vez de contar a su hijo la historia de los tres cerditos, le hablaba de Ulises, Aquiles y Melenao. Provocando que, con tan solo ocho años, el infante Schliemann, se parase frente a su familia para anunciar que él redescubriría Troya, para demostrar y callar a los profesores de historia que negaban la existencia de aquella ciudad en algún punto de la historia.
Con el tiempo se hizo rico. Tanto, que sus negocios los hacían parecer un hombre normal ante la sociedad que siempre ha despreciado a los pocos que no les interesa encajar. Debido a su trabajo como comerciante viajó mucho y se dedicó a aprender el idioma de todos los países que visitaba. Sus diarios están escritos en árabe, alemán, francés y más.
Un día cualquiera le dijo a su esposa rusa que, abandonando todas sus comodidades, se mudarían a Troya. La mujer, dubitativa, preguntó dónde estaba esa ciudad sobre la que nunca había escuchado. Enrique le mostró un mapa donde supuestamente estaba la ciudad y ella le pidió el divorcio. Schliemann que era muy práctico, publicó un anuncio en un periódico donde pedía otra esposa con la condición de que fuese griega. Le llegaron fotografías de diferentes mujeres y escogió a una muchacha veinticinco años menor que él.
Sin dudas, eso del amor es más fácil de encontrar cuando se muestran incentivos, o bien, cuando no se tienen verdaderos motivos. Aun así, la pobre mujer poco sabía de lo que venía para ella.
Se casaron bajó rito homérico, instaló a su nueva esposa en Atenas, en una villa llamada Beloferonte. A sus hijos los llamo Andrómaca y Agamenón y la pobre madre tuvo que suplicar como nunca una madre había suplicado para poder bautizar a sus hijos. Schliemann aceptó, con la condición de que el cura debía leer la Ilíada durante la ceremonia. Sin dudas, este tipo de cosas solo acrecentaron su obsesión, aunque seguramente no fue el primer sacerdote en la historia que dejó de lado la Biblia para conveniencia de otros.
Luego, en 1870 la pareja se movilizó al noroeste de Asia Menor, donde, según la leyenda, se encontraba Troya. Allí, en la colina Hisarlik, la pareja sobrevivió a inviernos suficientemente crueles para torturar un esquimal, realizando excavaciones junto a un equipo de obreros diariamente sin descanso.
Las excavaciones se extendieron durante más de un año, provocando que las intenciones del alemán se convirtieran en objeto de burla por parte de sus iguales. Aun así, la locura y la suerte muchas veces van de la mano, o al menos así fue en este caso.
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Durante una de las excavaciones, cuando iban ocho metros cavados, uno de los picos chocó provocando un sonido metálico. Era una caja de cobre que al ser abierta reveló ante los ojos de Schliemann lo que el mismo bautizó como “El Tesoro de Príamo”. Cientos de objetos de oro y plata ahora eran suyos. Estos por muchos años se entendieron como la riqueza que el rey Príamo, aunque, dicha afirmación fue posteriormente descartada.
Schliemann explotó. Se deshizo de todos los excavadores, tomó todas las riquezas que encontró y se encerró con su esposa en una cueva. Luego de realizar el hallazgo arqueológico más grande del mundo antiguo comunicó la noticia por telégrafo a los diferentes investigadores y medios que tanto lo criticaban, pero nadie le creyó.
Se cuenta también, que mientras se escondió con las riquezas encontradas vistió a su esposa con tales prendas llamándola Helena de Troya, pues, en su orgullo, afirmaba que dentro del tesoro se encontraban las pertenencias de la mujer que inició uno de los enfrentamientos más sangrientos de la mitología griega.
Sus detractores concluyeron que fue él quien llevó toda esa mercancía allí tras haberla reunido en Atenas. Aun así, el gobierno turco si le dio crédito de su hallazgo, pero con el fin de iniciar un proceso judicial por apropiación indebida. Sin embargo, eruditos de la época como Doerpfeld, Virchow y Burnouf antes de negar el descubrimiento investigaron el terreno. La evidencia demostró que Schliemann estaba en lo cierto.
Las excavaciones fueron apoyadas y descubrieron no una, sino nueve ciudades diferentes. Se dejó de dudar sobre la existencia de Troya, el problema a resolver entonces era descifrar, cual de todas podría ser Troya.
Mientras los eruditos y gobernantes excavaban para encontrar ciudades inundadas en oro, Schliemann tomó sus descubrimientos y los envío clandestinamente a Berlín, sin preocuparse por temas jurídicos o políticos, esas cosas no serían las que le impidieran su hazaña. Hoy se cuentan más de setecientas piezas, repartidas entre los museos más importantes de Europa, dentro de los hallazgos de Schliemann, durante veinte años de investigación.
Tras burlar al gobierno turco y descubrir Troya, se decidió a una nueva aventura: encontrar el cadáver de Agamenón. Y, como diría el escritor Indro Montanelli, “Dios debe sentir debilidad por los lunáticos” porque la fe de Schliemann lo llevó directamente a un sótano del palacio del rey Atreo donde encontró Sarcófagos con esqueletos, máscaras de oro, alhajas y las vajillas de los monarcas que hasta el momento se habían considerado inexistentes. Schliemann se comunicó con el rey de Grecia y le dijo “Majestad, he hallado a sus antepasados”.
Schliemann murió casi a los setenta años en 1890, luego de perder la facultad de hablar y padecer una infección de oído. Murió un veintiséis de diciembre y sus restos descansan en Atenas. Aunque la vida se muestre imposible, vale la pena vivir nuestros sueños, no importa que nos llamen “locos”, porque al fin y al cabo ellos son los protagonistas de la historia.