El ocaso de un relato: cuando el poder se escucha a sí mismo

Petro llegó al poder con el relato de la resistencia, pero sigue gobernando como si estuviera en la insurgencia.

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Hay entrevistas que no revelan al entrevistado, sino que lo desnudan. Lo que vimos en la conversación entre Gustavo Petro y Daniel Coronell no fue un diálogo periodístico, sino un espejo roto donde el poder se contempló a sí mismo hasta el delirio. No hubo contrapeso, sino confesión; no hubo rigor, sino desahogo. En esas 2 horas de cámara y verbo, el presidente no habló con el país: habló con su propia voz, buscando convencerse de lo que ya pocos creen.


Petro no debatió: rumió su narrativa. Repitió con tono sacerdotal los dogmas que lo sostienen —la lucha eterna contra los fantasmas de la oligarquía, el complot mediático, el “yo contra todos”— y lo hizo sin darse cuenta de que ya nadie escucha con fe. Fue una autopsia en tiempo real de su relato, un monólogo sin interlocutor que dejó al descubierto lo que la política suele disimular: el cansancio de quien confunde liderazgo con persecución, y la soledad de quien gobierna encerrado en su propio eco.

La entrevista no solo mostró un estilo, sino un estado mental de gobierno. Cada gesto —el ceño fruncido, la mirada perdida, la palabra interrumpida por sí misma, el señalar con su lápiz de apoyo emocional, encorvarse en su silla— delata una mente asediada por la obsesión de control y la imposibilidad de aceptar el fracaso. El poder, cuando se escucha demasiado a sí mismo, termina hablando un idioma que el pueblo ya no entiende.

Porque lo que se vio esa noche no fue un mandatario comunicando, sino un hombre justificando. Y en esa diferencia se cifra todo el ocaso de su relato: el tránsito del idealismo que alguna vez conmovió multitudes a la narrativa desgastada de quien necesita que el micrófono sea espejo, no instrumento.

En el fondo, lo que aquella entrevista dejó claro no fue una posición de gobierno, sino una soledad política en expansión. Petro se mostró como un hombre que ya no confía ni siquiera en quienes lo rodean. Su discurso, antes articulado en torno a la esperanza, ahora gira sobre un eje de desconfianza y resentimiento: todos lo traicionan, todos lo malinterpretan, todos lo sabotean. Y en ese todos cabe medio país. 

Ese aislamiento no es gratuito. Es el resultado de una narrativa que se agotó intentando sostener un enemigo que ya no existe. Petro llegó al poder con el relato de la resistencia, pero sigue gobernando como si estuviera en la insurgencia. Sigue viendo conspiraciones donde solo hay incapacidad, y persecuciones donde hay consecuencias. Y esa disonancia entre realidad y relato es, quizás, la grieta más peligrosa de un liderazgo: cuando el gobernante se convence de que solo él entiende lo que pasa, deja de gobernar y empieza a predicar.

Ese delirio mesiánico, revestido de verbo populista, no solo consume al hombre: devora al país. Petro gobierna con la arrogancia de quien se cree indispensable y la fragilidad de quien sabe que ya no lo es. En su relato, Colombia sigue siendo una nación oprimida por la élite, aun cuando él mismo encarna el poder que decía combatir. Es el eterno rebelde que, una vez en el trono, necesita mantener vivo el caos para seguir sintiéndose revolucionario. Y así, cada crisis se convierte en combustible, cada fracaso en argumento, cada derrota en excusa.

Su gobierno es una paradoja: un proyecto que se alimenta de lo que destruye. Mientras promete redención, multiplica la ruina; mientras habla de justicia, reparte favores; mientras invoca al pueblo, lo empobrece. Porque el populismo no necesita resultados, solo emociones. No gobierna: administra resentimientos. Y Petro, maestro del agravio, ha hecho de la división nacional su único método de supervivencia política.

Pero lo más preocupante no es él, sino quienes lo aplauden. Hay en sus seguidores una fe que ya no es política sino religiosa, una adhesión ciega que confunde carisma con mesías, y verbo con verdad. Son los guardianes de un credo que se niega a reconocer que su profeta ya no tiene milagros que ofrecer. Y mientras tanto, el país asiste, incrédulo, a la lenta demolición de su esperanza bajo el ruido de los discursos.

Y así, frente a Coronell —que apenas sirvió de testigo— vimos a un presidente que hablaba de revolución con la voz temblorosa de quien ya no puede sostenerla. Un hombre que confundió el poder con la palabra, y terminó preso de ambas. El ocaso no está en su mandato: está en su mente. En la incapacidad de aceptar que el país lo superó, que su narrativa envejeció, y que su voz ya no emociona: irrita.

Porque al final, lo que esa entrevista reveló no fue a un líder en control, sino a un hombre atrapado en su propio mito. Un presidente que, incapaz de escuchar a los demás, se quedó hablándole al único que aún le cree: él mismo.

Por: Juan Diego Vélez Forero -@juandiegovelezf

Del mismo autor: La generación que aún puede salvar a Colombia

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