El rostro del peligro

“Hay horas en la historia en que la sombra avanza con tal claridad que sólo la ceguera voluntaria permite negarla; y es entonces cuando las repúblicas empiezan a derrumbarse, no por la fuerza de sus enemigos, sino por haber dejado de escuchar las advertencias que ellas mismas anunciaban. Cepeda es un PELIGRO para la sociedad colombiana.”

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Colombia se aproxima al final del primer cuarto del siglo XXI en una turbulencia que recuerda los días más aciagos de las repúblicas antiguas: épocas en que las instituciones permanecían en pie más por costumbre que por convicción, y en que las esperanzas sobrevivían apenas bajo una piel cada vez más delgada. Hoy atravesamos un momento semejante. La posibilidad de que un proyecto abiertamente adverso a la arquitectura democrática —encarnado en Iván Cepeda— alcance la presidencia es un riesgo que ningún eufemismo puede maquillar.

La República —lo enseñaron los antiguos con amarga precisión— rara vez cae por obra de enemigos que llegan desde afuera; la destruyen quienes, desde adentro, se disfrazan de defensores mientras socavan su fundamento. En ese espejo se reconoce Cepeda. Su trayectoria política no es la de un hombre que ha fortalecido la democracia, sino la de alguien que ha desgastado metódicamente sus pilares. Su comunismo originario no fue un capricho juvenil ni una extravagancia de lectura: es el eje íntimo de un proyecto que recela de la libertad, sospecha del ciudadano autónomo y se aferra a un Estado que vigila más de lo que protege.

Para gobernar una república se necesita una virtud rara: la modestia ante el poder, la conciencia de que ninguna autoridad es legítima si no se subordina a la ley. Cepeda ha caminado siempre al lado contrario. Su cercanía —política, emocional e intelectual— con quienes empuñaron las armas contra la democracia es un recordatorio de que, para él, la insurgencia no fue una herida nacional sino una causa comprensible, incluso justificable. Esa visión —que invierte el sentido moral de la justicia y coloca al Estado en el banquillo— es incompatible con la tarea de custodiar la República.


Un gobernante no puede considerar culpable a la nación por defenderse de quienes pretendían aniquilarla. Un gobernante no puede admirar a quienes la atacaron. Y, sobre todo, un gobernante no puede proponerse desarmar moralmente las instituciones que debe resguardar.

Las élites que hoy se acercan a Cepeda, convencidas de que la cortesía política es un escudo, repiten el error de los notables romanos que buscaban congraciarse con Catilina para evitar su furia. La historia fue implacable con ellos, como lo es siempre con quienes creen que pactar con un futuro tirano es garantía de clemencia: suelen ser los primeros en caer bajo el peso del poder que ayudaron a encumbrar.

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La libertad no perece de golpe; se desangra lentamente cuando la sociedad entrega su defensa a manos de quienes la consideran prescindible. Cepeda invoca la justicia social con la desenvoltura de quien nunca ha administrado una empresa, y con la convicción de que toda prosperidad debe ser regulada, vigilada o sospechada. Ese discurso —revestido de virtud— es, en realidad, la negación de la libertad económica que sostiene toda república viva.

Pero el peligro mayor no es económico, sino moral y político. Cepeda no es simplemente un adversario programático; es un contradestinatario de la democracia, alguien para quien el pluralismo es soportable sólo mientras sirve a su causa. Su visión del Estado recuerda demasiado a los regímenes que, invocando la voz del pueblo, terminaron aprisionándolo; que en nombre de la justicia silenciaron la crítica; que en nombre de la igualdad empobrecieron a todos.

Así comienzan las tragedias políticas: no con un golpe, sino con una ovación. Con gremios que creen poder negociar su supervivencia. Con ciudadanos que, decepcionados de la República, la entregan a quienes la odian. Con intelectuales que confunden sutileza con complacencia. Y con líderes que, como los demagogos denunciados en la Antigüedad, profesan amor por la democracia mientras pulen los instrumentos para desmontarla pieza por pieza.

Colombia debe comprender, con la lucidez que exigían los antiguos, que la amenaza no es un nombre propio sino un proyecto. Un proyecto que contempla la libertad no como un derecho sino como un estorbo; la oposición no como un contrapeso, sino como un enemigo del proceso; la República no como un bien común, sino como una estructura a moldear según los dictados de un dogma.

Si la nación entrega sus instituciones a ese designio, no lo hará por ignorancia, sino por renuncia moral. Y las renuncias morales no tienen retorno.

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La responsabilidad de este momento histórico es recordar lo elemental: la democracia no se protege a sí misma, y siempre perece cuando quienes la amenazan llegan al poder envueltos en el disfraz de salvadores. Colombia aún puede elegir la libertad. Pero la ventana se estrecha.

La responsabilidad que pesa sobre el país no admite coartadas. El peligro está desnudo, evidente, y sólo la voluntad de no ver podría negarlo. Quien, conociendo el ejemplo de nuestros vecinos, decida ignorar ese espejo que nos advierte, participa —quiera o no— en la ruina que vendrá. Los pueblos que desoyen las señales de su tiempo avanzan hacia su perdición como sonámbulos hacia un precipicio.

Optar por un proyecto que idolatra los escombros ideológicos del siglo XX, como si la caída de aquel muro infame nunca hubiera ocurrido, no sería ingenuidad: sería una falta moral. Y esa falta la cargarán nuestros hijos y nietos cuando pregunten por qué, teniendo advertencias tan claras, preferimos la comodidad del silencio al rigor del juicio.

Todavía podemos impedir la degradación que amenaza la República; pero ese todavía es un umbral que se angosta día tras día. Lo que está en disputa no es una preferencia electoral: es la continuidad misma de la libertad. Si Colombia se entrega a la fascinación de la demagogia revolucionaria, la marcha atrás será casi imposible. Las naciones pueden perderlo todo en un instante y tardar generaciones en recuperar una sola brizna de lo perdido.

Lo que arriesgamos es el porvenir mismo. Y si sucumbimos, el precio será sangre y exilios, pobreza y humillación, una miseria espiritual que borra incluso la memoria de lo que fuimos. La esperanza, cuando se quiebra, no cae: se disipa. Y cuando un pueblo deja de defender su libertad, empieza a desandar su historia hasta convertirse en sombra.

Que éste no sea el capítulo en que Colombia, pudiendo salvarse, elige entregarse a su propia negación. Aún podemos escoger la luz; pero ese aún es frágil. Sólo los pueblos que despiertan a tiempo lo conservan.

Por: Aldumar Forero Orjuela-  @AldumarForeroO

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