En el umbral de la batalla

“El destino de una República no se escribe en la calma de los cobardes, sino en la resolución de quienes deciden luchar. Ninguna nación se ha salvado retrocediendo ante el poder ni guardando silencio frente a la injusticia. Toda generación enfrenta su propio campo de batalla, y la nuestra ha llegado al suyo: no para rendirse, sino para recuperar la esperanza y demostrar que aún es posible salvar la patria.”

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Si el ejército que pretende enfrentar al petrismo no se une en torno a una sola bandera antes de que caiga diciembre de 2025, la guerra estará perdida sin que haya sonado el primer clarín. Sería la rendición antes del combate, la huida antes de la batalla.


Veo con inquietud la avalancha de precandidatos que desfilan como si el simple deseo de ser presidente bastara para merecerlo. Muchos no alcanzan ni el uno por ciento en las encuestas, pero insisten en su ilusión, sostenidos por el combustible más inflamable de la política: el ego. Ese ego, y los intereses que lo alimentan, mantienen a la oposición en el mismo laberinto donde se pierden los necios: el del protagonismo inútil.

Colombia conoce bien a esos aspirantes que solo sirven para hacer bulto, esos jarrones decorativos que ocupan espacio, pero no llenan de esperanza a nadie. Hay causas que crecen cuando el tiempo y las circunstancias las favorecen, y hay otras que, por más voluntad que se les imprima, nacen condenadas a la inmovilidad. Así ocurre con muchas de las precandidaturas opositoras: lo que nunca despegó en política, nunca despegará.

A seis meses de la primera vuelta, la izquierda ya tiene su ejército listo. Aunque simulen que habrá una consulta en marzo, su candidato oficial está en campaña desde hace rato. La maquinaria del gobierno trabaja sin descanso, las estructuras se activan, los recursos fluyen, las plazas se llenan. El enemigo está armado, organizado, confiado.

Del otro lado, en cambio, el panorama se asemeja a un campamento disperso. La oposición todavía discute jerarquías, reparte estandartes y mide egos mientras el enemigo avanza. Aún no tiene comandante, ni legiones formadas, ni escuadrones que marchen en la misma dirección. Es un ejército dormido, que no ha entendido que la guerra ya empezó.

Colombia atraviesa un tiempo de sombras. El terreno es pedregoso, las señales confusas. Si de verdad se quiere derrotar al petrismo, hay que comenzar ya —no mañana— a consolidar una alianza real. No se puede dejar el campo libre al augur de la izquierda radical para que siga moldeando la historia a su antojo mientras la oposición se consume en disputas menores.

El oficialismo ha iniciado la campaña con ventaja. Tiene el poder, los recursos, la narrativa y, sobre todo, la arrogancia de quien se cree invencible. La batalla ya está en curso: los estandartes rojos ondean, los tambores resuenan, las legiones del gobierno avanzan. La oposición, en cambio, apenas está despertando entre los restos de su propio desorden.

Ha llegado la hora de decidir quién será el comandante que conduzca el ejército que aún no marcha. Definido ese liderazgo, habrá que formar legiones disciplinadas, preparar soldados con convicción y levantar una bandera común. De lo contrario, el resultado será el que la historia ya conoce: el adversario seguirá gobernando, y con cada victoria suya, la República se desmoronará un poco más.

Los que no tienen posibilidad real de triunfar deberían apartarse del camino con dignidad. No hay honor en prolongar la confusión ni en fingir relevancia cuando el país se juega su destino. Ya basta de giros y de silencios, de discursos huecos y de cálculos personales. Es tiempo de definiciones. La patria, herida pero viva, exige que sus hijos decidan de qué lado de la historia van a estar.

Aún hay tiempo, y aún hay país. Colombia no está condenada si quienes creen en la libertad entienden que este es el momento de unirse, no de dividirse. Ninguna derrota es definitiva cuando la voluntad colectiva se sobrepone al miedo y al egoísmo. Que los adversarios lo sepan: la República puede tambalear, pero no se rinde; podrá ser herida, pero jamás será vencida mientras haya ciudadanos dispuestos a defenderla. Porque hay batallas que no se ganan con armas ni consignas, sino con la fe inquebrantable de un pueblo que, incluso al borde del abismo, se niega a olvidar quién es.

Por: Aldumar Forero Orjuela-  @AldumarForeroO

Del mismo autor: La prisión o la proscripción

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