Entre la transparencia y el espectáculo

Por: Dr. Carlos Escobar Uribe Decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad El Bosque.

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Nuestra sociedad está atrapada en un maniqueísmo parecido al de dos guerreros que, mientras se golpean mutuamente, se hunden en arenas movedizas sin notarlo. Nos abruma la sobreinformación cargada de sesgos, donde las “narrativas” pesan más que los hechos y todo se reduce al odio o la adulación.

En ese contexto, describir y analizar sin maniqueísmo parece una tarea fundamental, y nadie lo hizo mejor en la historia política moderna que Alexis de Tocqueville. El joven abogado francés que, en el siglo XIX, viajó a Estados Unidos para describir, analizar y comprender el funcionamiento de la democracia moderna.

Tocqueville valoraba la publicidad de los actos del naciente gobierno como un mecanismo para robustecer la participación ciudadana y contener abusos de poder. A su juicio, cuando la información fluye, el público ejerce una suerte de supervisión indirecta que fortalece la legitimidad de las instituciones.

Bajo esa lupa, abrir las deliberaciones de un gabinete ministerial al escrutinio público podría ser un gran avance: muestra las discusiones internas del Ejecutivo y permite que la ciudadanía sienta que su voz y su mirada están presentes en la toma de decisiones y conduce la agenda pública en clave de gestión de gobierno.

Sin embargo, Tocqueville también advertiría que la transparencia absoluta puede convertirse en una actuación dirigida al aplauso popular y, con ello, desvirtuar el debate genuino. Si el gobierno se expone ante las cámaras, corre el peligro de priorizar gestos retóricos y acuerdos superficiales, dejando de lado la búsqueda rigurosa de soluciones complejas.

La transmisión en vivo de un Consejo de Ministros es un hecho sin precedentes que, por un lado, promete transparencia y, por otro, corre el riesgo de convertirse en un espectáculo. Tocqueville, un siglo y medio atrás, advirtió la importancia de la publicidad de los actos de gobierno en una democracia: la luz disuade abusos y cultiva la confianza ciudadana.

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Sin embargo, también identificó un peligro latente: cuando la política se hace demasiado visible, los funcionarios pueden volverse esclavos de la opinión pública y del aplauso inmediato, perdiendo la deliberación profunda.

La transparencia es parte del antídoto contra los vicios del poder, pero la obsesión por el impacto mediático puede desvirtuar el propósito original, convirtiendo el proceso de toma de decisiones en un desfile de frases bien calculadas y consensos superficiales.

Tocqueville seguramente aplaudiría la idea de acercar la política a la gente, pero al mismo tiempo alzaría la voz contra la tentación de la demagogia, que reduce la gobernanza a un pulso permanente por la aprobación momentánea.

Ante una sociedad polarizada que se alimenta de etiquetas simples —bueno o malo, amigo o enemigo—, abrir las puertas de un Consejo de Ministros representa una oportunidad para construir juicios más razonados.

Sin embargo, no basta con prender la cámara. La transparencia auténtica exige un equilibrio entre exponer las discusiones y garantizar espacios de debate genuino con la libertad necesaria para plantear desacuerdos sin miedo a la condena mediática.

Solo así podremos transformar la ola de información en verdadero conocimiento y escapar de esas arenas movedizas que nos empujan a la trampa del todo o nada.

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