En la agenda tributaria colombiana hay un elefante en la habitación que los alcaldes defienden con uñas y dientes, pero que el sector productivo, sobre todo las pequeñas y medianas empresas, percibe como una mordaza a la iniciativa empresarial: el Impuesto de Industria y Comercio (ICA).
Basta con conversar con cualquier emprendedor para confirmar que esta tasa, que puede alcanzar el 1 % de los ingresos brutos y se liquida bimestral o anualmente, no distingue entre márgenes de utilidad ni reconoce los ciclos económicos.
Se paga se gane o se pierda. Peor aún, la obligación se activa desde los 43.498 UVT de facturación anual, umbral que hoy apenas supera los $2.000 millones, una cifra que muchas startups alcanzan sin haber recuperado aún su inversión inicial.
El diseño del ICA encierra dos vicios difíciles de justificar: grava el ingreso y no la utilidad, y se causa simultáneamente en cada municipio donde se realiza la actividad económica. El resultado es un escenario de doble (o múltiple) tributación territorial, ya denunciado en la literatura académica, cuyos conflictos abarrotan los tribunales contenciosos administrativos.
El peso del tributo se vuelve regresivo: una microempresa con márgenes ínfimos termina destinando un porcentaje de su flujo de caja muy superior al que soporta una gran compañía diversificada.
La paradoja es evidente. Colombia figura en el informe Business Ready 2024 del Banco Mundial en el puesto 12 de 50 economías analizadas, gracias a mejoras regulatorias en competencia y apertura empresarial. No obstante, el mismo documento advierte rezagos en materia impositiva y laboral, áreas que el ICA agrava al encarecer la operación por encima del promedio regional.
Mientras la tasa global efectiva del impuesto de renta corporativa ha caído a 23,5 % en 2024, los empresarios colombianos siguen enfrentando una tarifa nominal del 35 %, que, sumada al ICA y a la sobretasa del 4 × 1.000 sobre transacciones financieras, eleva su carga a niveles que disuaden la inversión productiva.
La referencia latinoamericana: ¿qué hacen nuestros vecinos?
Comparar revela el rezago. Brasil financia a sus municipios con el ISS, un impuesto sobre la prestación de servicios con alícuotas entre el 2 % y el 5 %. La competencia intermunicipal ha obligado a localidades periféricas a reducir tasas para atraer empresas: Alphaville cobra el 2 %, frente al 5 % de São Paulo.
México, por su parte, recurre al Impuesto sobre Nómina (ISN), que va del 2 % al 4 % y grava exclusivamente la masa salarial, no las ventas. Al centrarse en la nómina, evita el efecto cascada y mantiene la progresividad, ya que los salarios más altos pagan más.
Ninguno de estos gravámenes impone múltiples capas de tributación sobre el mismo hecho generador, como ocurre con el ICA cuando una sola transacción atraviesa varias jurisdicciones.
Cuando la normativa es confusa y costosa de administrar, la evasión aflora. Un estudio reciente sobre los años 2018-2023 muestra que la elusión del ICA reduce las finanzas municipales y fomenta la desigualdad entre contribuyentes cumplidos y omisos.
Para un empresario promedio, el costo de presentar la declaración bimestral en múltiples ciudades —cada una con formularios y calendarios distintos— se traduce en horas-hombre perdidas, honorarios contables adicionales y, en no pocos casos, sanciones por errores formales.
Por qué el ICA es, además, regresivo
Un impuesto es regresivo cuando absorbe un porcentaje creciente de los ingresos de los actores más pequeños. El ICA lo es por diseño: grava la base bruta, de modo que una firma con margen del 3 % y otra con 30 % pagan exactamente lo mismo sobre ventas.
En sectores de alta rotación pero utilidades exiguas, como el retail alimentario o la logística de última milla, la presión tributaria puede consumir hasta la mitad del margen operativo, volviendo inviables proyectos que generarían empleo local.
Eliminar de un plumazo el ICA supondría un vacío fiscal para alcaldías cuya autonomía financiera es precaria. Por ello, la discusión debe centrarse en la sustitución y no en la simple desaparición:
Compartir un punto porcentual del IVA nacional con los municipios —girado de manera automática— garantiza ingresos estables, elimina el incentivo a la doble tributación y mantiene la neutralidad sobre la base gravable (el consumo).
Alternativamente, el ICA podría transformarse en un business profits surtax de base neta, acreditable al impuesto de renta nacional. Así se preserva la autonomía local sin penalizar las ventas de baja rentabilidad.
Mientras llega la reforma estructural, el Congreso podría fijar una tarifa única tope (0,5 % sobre ingresos) y ordenar la interoperabilidad de plataformas de declaración, para que el contribuyente pague una sola vez y la DIAN distribuya el recaudo.
¿Por qué el ICA es un freno para las pymes y el emprendimiento en Colombia?
La economía colombiana atraviesa un momento decisivo: inflación en descenso, repunte en la confianza empresarial (36,7 puntos en el Índice de Confianza Sectorial de julio de 2024) y una oportunidad inédita de atraer nearshoring en manufactura y servicios.
No hay razón para que un impuesto concebido en la primera mitad del siglo XX siga frenando la capacidad de los municipios de generar empleo y valor. Un sistema tributario territorial moderno debe premiar la formalidad, no castigarla; incentivar la inversión, no disuadirla; y, sobre todo, garantizar reglas claras y estables.
Que los alcaldes levanten la voz es comprensible: nadie renuncia voluntariamente a una fuente de recursos. Pero el liderazgo político nacional tiene la obligación de mirar más allá del próximo cierre fiscal.
La eliminación o, al menos, la transformación profunda del ICA es condición necesaria para que Colombia lidere la competencia regional por capital, talento y emprendimiento. Cada punto porcentual que liberemos del flujo de caja empresarial se traducirá en nuevas fábricas, startups y empleos.
Postergar la reforma solo perpetuará la trampa de bajo crecimiento y baja productividad.
Ha llegado el momento de soltar lastre.
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