Aparecen fantasmas en Bogotá, fantasmas que nunca decidieron serlo.
Por: Orlando David Buelvas Dajud
Sobre uno de los puntos más concurridos de la ciudad, una mujer caminaba. Cubría su cara con telas rasgadas, su mirada se perdía en el tiempo, era delgada, sus brazos siempre giraban sobre su pecho y avanzaba con pasos delicados, como si cada uno de sus movimientos una vez ejecutados, cayeran en el olvido. Era un fantasma, fue condenada a serlo.
Por las mañanas solía aparecer sobre las faldas de la carretera envuelta en sus telas, sin decir una palabra ni mostrar descontento; parecía solo aceptar su situación sin lamentar el pasado, ni preocuparse por los augurios del futuro. Habitaba uno de los caños ubicados cerca de los cerros en el oriente de la ciudad, donde el frío es la única compañía, y aunque cientos de personas la veían traspasar los alambres de aluminio que prohibían la entrada, nadie lo evitaba ni se decía nada. Ese era su hogar.
No se sabía quién era esta mujer, aunque se repetía que vivía en el caño de la circunvalar, todos esquivaban su existencia. El egoísmo de sus pares la excluyó. Tal como si se tratase de un espectro, aunque sea solo una mujer como cualquier otra. De peor suerte que las demás, y que por motivos que se desprenden de su culpa fue relegada, olvidada y es hoy por decisión de quienes la juzgan: un fantasma. Alguien que no siente, y por más que sienta ya no importa.
Cerca de una de las capillas de otro de estos barrios, se cuenta que había otro espíritu. Un hombre, cuya espalda se arqueaba, con una mandíbula torcida que no le permitía conjeturar palabras, tenía piernas curvadas y siempre cargaba con un ramo de hojas verdes. Este, se plantaba luego de las eucaristías a pedir limosna, pero como es costumbre, los fieles creyentes solo tenían para el diezmo, ya que para estos habitantes de calle no queda más que una mirada inhóspita.
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Son seres que no participan de la realidad que los rodea. Cuyos derechos fueron limitados por ser quienes son, porque su suerte poco a poco se convirtió en condena.
Relatan también los anaqueles de la ciudad, sobre otra presencia olvidada. La de un hombre canoso, quien siempre sonreía. Por momentos aparecía cerca a algunos centros comerciales, en parques o simplemente deambulando las calles. Su presencia intermitente un día dejó de serlo para no volver jamás, pero nunca nadie se preocupó por saber su parada.
Sin duda las calles bogotanas son el museo más importante de la ciudad. Están cargadas de emociones, momentos y misterios. Rincones con una estética única, donde lo caótico abraza el orden, en un día a día cuya monotonía es reiterar lo inesperado. En ellas, los fantasmas, estas personas de vidas precarias, desaparecen y aparecen momentáneamente.
Siempre están presentes, pero sus necesidades son invisibles, su hambre no es relevante, sus enfermedades son ignoradas y sus historias no serán nunca contadas. Solo son cifras, votos perdidos, entes desechables que por sus conductas dudosas y su mayor pecado: la pobreza, solo esperan la muerte como quien espera un bus cuyo destino es una desgracia peor en cada parada.
Caminan sin reparar en su entorno, flotando alrededor de quienes viven otras realidades, pues la suya dejó de importar hace tiempo, o bueno, quizá nunca importó. Muchos duermen sobre los jardines que bordean las vías, mientras otros se aventuran en semáforos, luchando contra la vida, renegando su destino.
Tal vez sientan amor, tal vez sufrieron pérdidas que pocos de nosotros soportaríamos, pero bueno aquello no importa ya. A los fantasmas nadie les pide la hora. Y a medida que pasa el tiempo aparecen más.
Seguramente, pocas veces logran llamar la atención de algún caminante, atemorizándolo, provocando que cambie de andén. Pero bien sea, que las quejas de estos fantasmas son susurros de esperanza, de la vida que jamás pudieron vivir, son las lágrimas que nunca nadie postrará sobre su rostro. Son el amor que nunca pudieron expresar, los hijos que nunca pudieron tener, la soledad que siempre los acompañó, las injurias que siempre recibieron, las limosnas negadas y el fulgor del abandono. Son fantasmas, no son nada, son nadie, son un número entre los muertos, una sobra entre los vivos.
Y así, finalmente, algún día, morirán sobre los rosales que adornan las carreteras, y solo allí, será notados. La naturaleza de estos seres es distinta, fantasmas que solo dejan de serlo con la muerte. Visitando para siempre, el olvido que los acogió en vida.