Estamos en campaña presidencial y por lo tanto en momento de prometer. Los candidatos recorren los municipios y departamentos ofreciendo que si llegan al Congreso o a la Presidencia todo cambiará para bien, se harán las obras que nunca se adelantaron y desaparecerán los problemas que llevan años agobiándonos.
Esto es normal porque en el fondo la campaña es un proceso de venta del candidato que busca obtener el favor popular. Lo mismo sucede en todos los países aún aquellos que creemos más serios.
Si se cumplieran las promesas ofrecidas, ningún presupuesto alcanzaría. Sorprende que, aún en los debates con las figuras relevantes de las listas, el tema de la disponibilidad de recursos presupuestales muy rara vez se mencione. Es como si la posibilidad real de llevar a cabo las propuestas no fuese parte de la responsabilidad del político.
La verdad es que la situación fiscal del país es crítica. Las agencias de calificación de riesgo vienen advirtiendo que el país tiene un muy escaso margen de maniobra en materia económica. El reciente campanazo de Moody’s le cierra la boca a quienes, desde el Gobierno, se pavonean por el manejo que se le ha dado a la economía durante los últimos años. Después de haber gozado de la mayor bonanza de precios de nuestra historia, la realidad es que Santos le deja al próximo gobierno, sea cual sea el elegido, una economía semiparalizada y sin muchas opciones.
Sin crecimiento (1,7 por ciento en el 2017) y con una mala tendencia en materia de endeudamiento (45% del PIB), el próximo mandatario tendrá que implementar una política de austeridad. Salvo que el país opte por una opción populista que lo lleve a la ruina, el Gobierno deberá enfrentar la realidad del desfase entre el déficit actual (3,6% del PIB) y la regla fiscal que exigiría un desequilibrio mucho menor de las finanzas públicas. Incumplir o hacer respetar esta norma será la primera prueba del enfoque que tendrá la entrante administración. Si se opta por la irresponsabilidad, perderemos el grado de inversión y entraremos en un escenario de crisis económica mayor.
A pesar de lo que se diga en campaña, no hay margen para aumentar el gasto público. Cualquier incremento acompañado de mayores impuestos sería inconveniente pues las empresas ya no soportan más tributos y los ciudadanos no se han recuperado de la punción que significó el inconveniente aumento del IVA. Ya se habla de una nueva reforma tributaria que, salvo que traiga alivios fiscales, sería el golpe de gracia a la muy golpeada confianza de la ciudadanía. No hay que olvidar que los Estados Unidos han bajado los impuestos y que todas las naciones del mundo tienen ahora que enfrentar el atractivo entorno que ofrece ese país a los inversionistas.
Subir la deuda para financiar más gastos también sería irresponsable porque su saldo ha crecido un 110 por ciento en los últimos seis años.
Seguir recurriendo a los mercados cuando el recaudo apenas supera el 61 por ciento del presupuesto es insostenible. Sobre todo cuando se está bajo la lupa de los analistas internacionales que fruncen el ceño y muestran los dientes.
Las elecciones son momentos de promesas y entusiasmos. Pero el palo no está para cucharas.