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“Petro no es un reformador incomprendido, ni un estadista visionario: es un megalómano. Y si algo revelan sus palabras y gestos recientes es la marca inconfundible de esa enfermedad del poder, que al instalarse en un presidente convierte a la nación entera en rehén de sus delirios.”

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Los pueblos, decía Tácito, rara vez aprenden de la historia. Se dejan seducir por la retórica del poder, se embriagan con promesas de redención y terminan entregando su destino a líderes que confunden su ambición con la salvación colectiva. Roma lo sufrió con emperadores como Calígula o Nerón. Colombia, recientemente, parece escuchar ecos de esas mismas derivas.


Hoy, en Colombia, ese eco antiguo resuena con inquietante familiaridad. Gustavo Petro parece atrapado en la convicción de que su vida y la historia de la nación son la misma cosa. Es la ilusión megalómana de quien no logra distinguir entre el yo y la República.

En la Plaza de Armas de la Casa de Nariño, se representó un acto que parecía sacado de la Roma decadente. Rodeado de militares y policías, Petro anunció que las armas que custodian el palacio presidencial, por ser de origen estadounidense, debían devolverse a la embajada de ese país.

No fue un gesto administrativo ni una decisión de seguridad. Fue una escena calculada, una teatralidad concebida para alimentar su relato de caudillo antiimperialista. Una coreografía diseñada para exhibirse como único defensor de la soberanía, como si el destino de la patria reposara en su figura solitaria.

Esa misma noche, en cadena nacional, el país vio la retransmisión de un discurso pronunciado en Ibagué. Allí el presidente se despojó de todo recato institucional y transformó la investidura presidencial en tribuna partidista.

“Pónganme el que sea que lo barro”, gritó ante un minúsculo grupo. Esa frase, más que un exabrupto de plaza es la confesión de su delirio: un hombre que cree no tener adversario posible, que se percibe como fuerza invencible, que confunde su permanencia con la inevitabilidad de la historia.

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Pero no se trata solo de un exceso verbal. Es, además, una violación abierta de la ley. El artículo 48 del Código Disciplinario Único prohíbe a todo servidor público usar su cargo con fines partidistas. La Corte Constitucional y la Procuraduría han reiterado esta restricción.

Cuando Petro convierte un discurso presidencial en mitin electoral, degrada la majestad del cargo y arrastra la Constitución a la arena de sus conveniencias personales. Ese es el verdadero rostro de su proyecto político: no gobernar la República, sino utilizarla como plataforma de su propio culto.

La escena se completó con un excompañero del M-19, presentado como símbolo de reconciliación: un gesto que insiste en reescribir la violencia como epopeya y la insurgencia como legitimidad.

No hablaba como presidente de todos los colombianos, sino como jefe de facción. Como líder de una causa personal que pretende arrastrar al Estado entero a la lógica de su biografía.

Ese es el núcleo de su gobierno: un relato en el que Colombia no existe más allá de él mismo. En sus discursos no late la voz de la nación plural, sino la de un hombre que ha decidido fundir su ego con la República.

Esa es, precisamente, la definición de megalomanía. Lo conoció Roma con Calígula, que exigía ser venerado como un dios; con Nerón, que redujo la política a un espectáculo circense; y con Domiciano, que sofocó el disenso bajo un poder que confundía autoridad con absolutismo.

Lo que vimos en Petro no es una anécdota pintoresca, como algunos quisieran presentarlo. Es una advertencia. Una señal clara de que la democracia, para él, no es un sistema de contrapesos, sino un escenario que legitima sus delirios.

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La historia, que suele hablar con crudeza, enseña que los pueblos que se dejan arrastrar por líderes convencidos de ser más grandes que sus instituciones terminan pagando precios devastadores. Roma ardió bajo Nerón. El Imperio se degradó con Calígula. Y las repúblicas modernas que toleran megalómanos terminan devoradas por la locura de quienes las gobiernan.

Colombia, que tantas veces ha bordeado el abismo, debería leer estas señales con atención. Porque lo que se asoma en la Casa de Nariño no es la visión de un estadista, sino el delirio de un hombre que pretende convertir su ego en Constitución y su biografía en destino nacional.

Esa es la esencia del delirio de Calígula. Y también, tristemente para Colombia, la esencia que hoy asoma en Petro en sus más recientes apariciones.

Un presidente que confunde el poder con su reflejo es siempre un peligro. Porque cuando la megalomanía se instala en el corazón del Estado, la República deja de ser una casa común y comienza a desmoronarse como un edificio sin cimientos.

Colombia debe entenderlo a tiempo: un gobernante que se cree indispensable termina siendo, casi siempre, el mayor verdugo de su propia nación.

Por: Aldumar Forero Orjuela-  @AldumarForeroO

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