El 6 y 7 de noviembre de 1985 no fueron días de revolución, sino de infamia. Colombia no fue testigo de una “toma” del Palacio de Justicia, como todavía repiten los libros de historia, sino de un asalto planeado y financiado por el narcotráfico. Aquello no fue una batalla ideológica ni un acto de resistencia: fue un contrato criminal.
El M-19, que se autoproclamaba movimiento insurgente, fue en realidad una organización mercenaria, un brazo armado al servicio de Pablo Escobar, unos SICARIOS. Su tarea fue concreta y miserable: borrar los expedientes del Cartel de Medellín y evitar la aprobación del tratado de extradición que habría llevado a los capos ante la justicia estadounidense.
Escobar puso el dinero. El M-19 puso las armas. Esa fue la transacción. No hubo heroísmo ni ideales, solo complicidad con el crimen. El Palacio de Justicia se convirtió en el precio que se pagó por proteger la impunidad del narcotráfico.
Los hombres del M-19 irrumpieron disparando indiscriminadamente en el edificio del Poder Judicial. Mataron a magistrados, empleados y visitantes. Incendiaron archivos, secuestraron inocentes y destruyeron el corazón mismo de la ley. No combatían al Estado sino ejecutaban una orden. No defendían al pueblo, servían al dinero y al narcotráfico.
El fuego que devoró el Palacio fue el espejo de una nación corrompida. En esas llamas ardieron los expedientes, los cuerpos y también la credibilidad moral de un país que aún no ha sabido mirar de frente su propia vergüenza.
Cuarenta años después, todavía hay quienes intentan vestir esa atrocidad con ropajes de épica. Hablan de rebelión, de idealismo, de errores trágicos. Pero el M-19 nunca fue un movimiento revolucionario: fue un instrumento del narcotráfico, una milicia de alquiler al servicio de un capo que compró fusiles para quemar la justicia.
Entre sus cuadros estaba un joven Gustavo Petro, hoy presidente de Colombia. No disparó, pero militaba bajo esa bandera. Y esa bandera, manchada por la sangre de los jueces, es la que hoy ondea con orgullo desde el poder. Petro no ha repudiado ese pasado: lo ha exaltado. Ha convertido la vergüenza en relato, el crimen en identidad.
Cuando un presidente reivindica a quienes quemaron la justicia, la República entera está en peligro. Porque el poder que no reconoce la culpa se transforma en soberbia, y la soberbia, decía Cicerón, es el principio de la ruina.
El Estado, por su parte, también erró. El gobierno de Belisario Betancur y el Ejército respondieron con torpeza, convirtiendo el rescate en una masacre. Entraron con tanques a un edificio lleno de rehenes. Pero una cosa es el error, y otra la causa. El Ejército reaccionó; el M-19 provocó. El Estado improvisó; la guerrilla cobró.
Lo que sucedió en el Palacio no fue un enfrentamiento entre iguales, sino entre la ley y su negación. Entre los defensores del orden y quienes lo alquilaron al mejor postor. Cicerón habría dicho que “la corrupción de la ley es el preludio de la tiranía”. Y eso fue exactamente el M-19: la corrupción armada de la ley, la profanación de la justicia, la traición a la República.
Colombia no necesita revancha, pero sí verdad. No la verdad complaciente del revisionismo, sino la verdad moral que nombra las cosas por su nombre. El M-19 fue una banda de mercenarios. El Palacio de Justicia fue su botín. La República, su víctima.
Cuarenta años después, el fuego de aquel crimen no se ha extinguido. Arde en la memoria y en el poder. Arde cada vez que se llama “gesta” a lo que fue barbarie. Arde cada vez que el crimen se reviste de discurso. Arde, sobre todo, cuando la mentira se sienta en el trono de la verdad.
Colombia debe recordarlo, no para odiar, sino para no traicionar su conciencia. Porque los pueblos que olvidan su justicia terminan perdiendo su libertad. Y cuando los enemigos de la ley se convierten en sus guardianes, la República no se derrumba: se pudre desde adentro.
Que Colombia despierte de su amnesia. Lo del 6 y 7 de noviembre fue un asalto a la justicia, financiado por Pablo Escobar y ejecutado por los sicarios del M-19. No hubo revolución, hubo crimen. No hubo causa, hubo pago. Y mientras los responsables de aquella barbarie gobiernen y se gloríen de su pasado, el país seguirá ardiendo en el mismo fuego moral que consumió el Palacio.
Recordar no es odio: es defensa de la verdad. Que esta República no olvide jamás quiénes la traicionaron. Porque el día en que Colombia vuelva a confundir verdugos con héroes, la justicia, una vez más, será la primera en morir.
Por: Aldumar Forero Orjuela- @AldumarForeroO
Del mismo autor: La constitución bajo asedio
