Por: José Félix Lafaurie
En este tiempo de reflexiones quiero dedicar las mías a uno de problemas con más diagnósticos y menos ejecutorias en las últimas décadas: la gran deuda con el campo; un tema que hizo parte de la disertación de un experto del talante del académico de Oxford, Paul Collier, en un entorno algo inesperado: la asamblea de Asofondos.
Entrevistado por un medio, Collier concluye que: “Hay una Colombia moderna y otra que se queda atrás”, y uno de los síntomas es “la división entre las aglomeraciones urbanas prósperas y las regiones rurales (pobres)”. El camino para cerrar esa brecha no es menos acertado: “No necesitamos una sociedad al estilo Robin Hood en la que se cobran impuestos a los ricos y se les da dinero a los pobres para redistribuir el consumo (algo así como la Colombia Humana). Necesitamos una en la cual la acción intencional sea aumentar la productividad de ese país rezagado…”.
Qué bueno que un prestigioso experto internacional llegue a una conclusión que coincide con el reclamo histórico de los gremios agropecuarios, siempre desoído, quizás por esa incapacidad muy nuestra de no reconocernos en el espejo, de necesitar validadores externos, y lo más grave, de no obrar en consecuencia, de posponer las soluciones en pro de las urgencias, políticamente más convenientes, de las grandes urbes y de sectores económicos con mayor influencia ante el poder.
En una reflexión convertida en libro, a la que me atreví hace algunos años –Posconflicto y Desarrollo–, dediqué un capítulo al “Sesgo anti-rural” de los modelos de desarrollo y las políticas públicas. Hoy vuelvo sobre mis palabras: “Hay acuerdo total en cuanto al valor estratégico del campo y de la producción agropecuaria, no sólo frente a los retos del desarrollo sino –más importante aún– frente a la urgencia de la paz como anhelo colectivo y condición para el crecimiento: la paz de Colombia pasa necesariamente por la recuperación del campo”.
No obstante, las acciones no han respondido a ese “consenso”. El campo se quedó sin amigos; fue abandonado “…cuando dejó de ser “la estrella” del quehacer económico y la generación de riqueza, desplazado primero por la industria, a la cual parió y alimentó a costa de su propia supervivencia, y luego por los llamados sectores modernos, más urbanos, más seguros y, sobre todo, más rentables; pero no porque necesariamente lo fueran, sino porque, asentados en los centros de poder, contaron desde su nacimiento con la protección y el apoyo del Estado, que le fueron arrebatados al sector rural”.
Definitivamente, el atraso, la pobreza y la violencia en el campo no obedecen, como parlotea la izquierda, a la presunta excesiva concentración de la tierra; obedecen a la ausencia total del Estado. El mapa de la presencia del narcotráfico, de los elenos, las disidencias y demás maleantes, se superpone al de la ausencia del Estado con bienes públicos (carreteras, acueductos, escuelas, hospitales) e instituciones (juzgados, notarías, entidades del sector agropecuario). Sin ese sustento, además, no es fácil apoyar la asociatividad de los pequeños productores para que, sumados, dejen de serlo; no es fácil conectarlos con los mercados ni convocar la inversión privada que genera empleo.
Frente a la urgencia de derrotar los cultivos ilícitos, consolidar una verdadera paz y sustituir la dependencia minero energética, la producción agropecuaria es una gran oportunidad, ante lo cual es válida la ruta de Collier, formulada desde siempre por los gremios agropecuarios: Una acción intencional de la política pública para aumentar la productividad de ese país rezagado, con inversión en bienes públicos, educación y presencia institucional del Estado. No hay otra.