La historia de un vuelo en avión

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Viajar en avión puede ser un martirio, comenzando con el despegue, pasando por las turbulencias, hasta confirmar, al aterrizar, que esto no es más que una tortura moderna sin solución alguna.

Por: Orlando David Buelvas Dajud

Uno de esos tantos vuelos triviales fue hace poco, una mañana invernal que se asomaba como la primicia de un vuelo a la capital destronando los sueños de sus pasajeros para recordarles que les esperaba la realidad por la que decidieron apostar, en la ruidosa Bogotá. Los aeropuertos en la costa son diferentes a los del resto del país; la noción de la cultura de estas tierras trasciende la sala de espera, cosa que rara vez sucede en las grandes ciudades cuyos aeropuertos no son más que un Duty Free gigante con una que otra pista de aterrizaje.

El vuelo que conectaba a la región en cuestión con la capital estaba programado para las 11 de la mañana, por lo que la sala de espera se encontraba atestada de gente desde las 10. La pista estaba mojada, la lluvia de la mañana dejó su sentida marca de humedad en el ambiente, abriendo paso a la luz del sol entre las densas nubes oscuras que le daban otra oportunidad al amanecer. Poco a poco el vuelo referido acaudalaba a sus pasajeros en los asientos del avión, uno junto al otro sin que mediaran palabras.

Las sillas de la parte delantera estaban compuestas, en su mayoría, por familias y a medida que se avanzaba hacia el centro de la aeronave surgían parejas jóvenes, estudiantes y viajeros, hasta llegar al sur donde se encontraban aquellos a los que la suerte los acomodó allí. En la fila 19, un par de bebes dormían mientras las madres discutían, al borde de los asientos traseros un hombre con sombrero vueltiao hablaba sobre su trabajo con algún recién conocido y otros solo esperaban a llegar cuanto antes.

El piloto del avión avisó que el vuelo estaba por empezar, saludando y auspiciando un vuelo corto con buenas condiciones meteorológicas para ese momento, sin ningún contratiempo. No podía estar más equivocado. Al poco tiempo el avión empezó a moverse en reversa, con el fin de llegar a la pista para despegar, las conversaciones entre los comensales que esperaban llegar con prontitud a la capital se avivaban más en cada momento, como una manera de matar el tiempo. Pero de repente un estruendo irrumpió en el ambiente y todo quedó a oscuras, las luces del avión que apenas estaba avanzando para tomar pista se apagaron de tajo mientras la nave retrocedía por su propia inercia. Las voces de la multitud empezaban a preguntar qué estaba pasando.

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Casi treinta minutos fueron necesarios para que las luces volvieran a ser encendidas, la voz del capitán invitaba a guardar la calma, aunque ya no era posible. Los tripulantes miraban a las azafatas en busca de un auxilio que los tranquilizara, aunque era evidente que ni siquiera ellas comprendían que sucedía, el calor se hacía insoportable, ya que las puertas permanecían cerradas y no había respuesta de ningún tipo.

El primero en pararse fue un padre de familia, un señor de pelo castaño con chaqueta oliva, tocó la puerta y sin exclamar habló con una de las personas que dirigían la tripulación, parecía buscar una respuesta, aunque no encontró nada. Volvió a tomar asiento. Así, muchos otros siguieron la dinámica de acercarse a la cabina principal hasta que se cumplió la primera hora de encierro sin respuesta alguna.

Las personas desesperadas siguieron insistiendo; en los asientos traseros, se podía ver a un señor con una camisa blanca abierta hasta el ombligo mirando desaforado a todos lados “y ahora qué hace uno para salir de aquí”, se escuchaba de todo, “esa puerta me la tienen que abrir” hasta que el mismo hombre de chaqueta oliva irrumpió, alegando de manera visible con los encargados de la tripulación logrando su cometido: abrieron la puerta principal.

Poco después, las luces volvieron y abrieron las puertas de par en par para todo el que quisiese salir. Esa fue la bomba que desató el caos. Las mujeres de la fila 19 salieron con sus bebes en brazos, mientras varias familias las siguieron disparadas. Un hombre que con anterioridad afirmó “no está pasando nada, son puros nervios” corrió y una vez en la puerta frenó, se giró y miró de frente a los que aún estaban dentro para, sin decir una palabra, con la mano derecha dar la bendición sobre el resto que aún estaba en sus asientos.

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Al poco tiempo cerraron la puerta de nuevo. Un segundo intento por encender los motores del avión. Las luces se encendieron por segunda vez, el motor rugió y ejerció movimiento con la promesa de que todo fue un sucinto error de esos que no deben ser recordados. De manera repentina, volvió a caer la oscuridad. El motor quedó en silencio.

Esta vez salió más gente, las azafatas pedían que guardaran la calma, pero era inútil. Hasta que salió el piloto, un hombre de mediana edad con voz frágil, alto y caucásico alzando la voz mientras secaba el sudor de su frente advirtió una de esas frases entrañables que quedan para siempre “yo también tengo familia”, “no pondría mi vida en riesgo”, “tan solo fue un problema eléctrico al encender el motor”. Mientras tanto, el señor de la camisa blanca le rogaba al universo que ese vuelo llegara como fuese a Bogotá porque “en la oficina no me van a creer esta vaina”.

Al tercer intento, y con la quinta parte de la tripulación ya en sus casas el avión pudo arrancar. A una de las azafatas se le preguntó cuántas personas salieron en total y respondió que tan solo fue el señor de la chaqueta oliva junto con su familia, despertando las únicas risas que se escucharon en ese vuelo “¡ustedes piensan que uno es pendejo!” dijo el que ahora tenía la camisa llegando a las rodillas.

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