Por: Amylkar Acosta
Las autoridades de Medellín y Bogotá se han visto precisadas a decretar la alerta por los niveles críticos de contaminación del medio ambiente, que ponen en riesgo la salud de sus moradores, disponiendo el pico y placa ambiental. Y no es para menos, pues la Resolución 2254 de 2017, que regula la calidad del aire, establece que cuando la concentración de material particulado 2.5 sobrepase los 55 microgramos por metro cuadrado se debe decretar la alerta amarilla. Y ambas capitales, una vez más, se han pasado de la raya.
El alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, dijo que los medidas que restringen el tránsito automotor se propone “evitar una contingencia en la calidad del aire que llegue a niveles críticos”. Por su parte, el alcalde Enrique Peñalosa adujo una contaminación “anormal” de medio ambiente, debido a la “concentración atípica de material particulado”.
Según la subdirectora ambiental del Área Metropolitana del Valle de Aburrá, María del Pilar Restrepo, “los días más críticos, según nuestra alerta temprana, son los primeros días de marzo”. Es decir, los peores días están por venir y lo mismo se puede predicar para Bogotá, en donde la concentración de material particulado 2,5 ha llegado a superar los 70 microgramos por metro cúbico, pues la tendencia es hacia un agravamiento de la polución ambiental. Esto está pasando de castaño a oscuro. Al fin y al cabo, Medellín y Bogotá son la primera y la segunda más contaminadas del país, novena y décima de Latinoamérica.
La contaminación del medio ambiente en Colombia es grave y tiene sus consecuencias, pues es considerada por la Organización Panamericana de Salud como “determinante básico de la salud”. Según reciente estudio publicado por el Instituto Nacional de Salud, 17.549 personas mueren al año por factores de riesgo ambiental como el aire. Estamos hablando de 5% del total de defunciones en Colombia. El costo de la morbo-mortalidad por causas asociadas a la contaminación ambiental le costaron al país en 2015, según el DNP, la friolera de $12,1 billones.
Según reciente estudio epidemiológico del Área Metropolitana del Valle de Aburrá liderado por el médico epidemiólogo Elkin Martínez, que se propuso evaluar la correlación entre la calidad del aire y la salud de los 3,8 millones de quienes habitan en la misma, constató que allí fallecen 3.000 personas en promedio cada año por enfermedades relacionadas con la polución ambienta. Dicho de otra manera, ocho personas mueren diariamente y tres de ellas cada hora por esta causa. Y ello ocurre en un país en el que la salud, según la Ley 1751 de 2015 es un derecho fundamental (¡!).
De no haber sido por la mezcla de los biocombustibles, 10% de etanol con la gasolina y 10% de aceite con el diésel, la emergencia ambiental en estas dos capitales y en las demás sería más dramática, pues gracias a la misma al oxigenar el combustible se reducen las emisiones de gases de efecto invernadero y de material particulado que envenenan la atmósfera. Gracias a los biocombustibles se están reduciendo 3,3 millones de toneladas anuales de GEI, valiosa contribución esta para el cumplimiento del compromiso de Colombia con los Objetivos del Desarrollo Sostenible de reducir sus emisiones en 20% hacia 2030. Por ello no se entiende la reticencia del Gobierno Nacional para aumentar el porcentaje de la mezcla sabiendo que si lo hace se reducen en la misma proporción tales emisiones. Como tampoco se explica la razón por la cual las empresas mineras se abstienen de cumplir con la Ley, que obliga a utilizar la mezcla en todo el territorio nacional, sin excepción. Indudablemente, los biocombustibles son parte de la solución. El Plan Nacional de Desarrollo que se debate en este momento en el Congreso de la República es la oportunidad para que se de un nuevo impulso a los biocombustibles.
No obstante, como lo afirma la copresidenta del Panel Intergubernamental del Cambio Climático, Valérie Masson Delmotte, según la revista Nature, muchas veces “los modelos económicos son malos a la hora de considerar las consecuencias económicas de los daños ocasionados por el cambio climático” y cuestionan medidas como estas con falacias que no consultan para nada la realidad. Se compara, por ejemplo el precio del etanol y el aceite, que hay que cultivarlo, cosecharlo y procesarlo, con el precio de la gasolina y el diésel, que son derivados del petróleo, que solo hay que extraerlo, para concluir que es demasiado alto su precio relativo, sin considerar además el beneficio que reporta al fisco al reducir las emisiones y, en consecuencia, el costoso número de enfermos y defunciones por cuenta de la contaminación ambiental.