La increíble historia de Lawrence Ripple

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Por: Abelardo De La Espriella.

Esa mañana nublada de septiembre Lawrence habría de tomar la decisión más difícil de su vida. En medio de los airados reclamos de su esposa, meditó uno a uno los pasos que daría hacia su verdadera libertad. Las cadenas arrastradas por cerca de 50 años eran ya insoportables y lo lastimaban en lo más profundo de su viejo corazón. Lawrence siempre fue un hombre apacible, padre dedicado, trabajador consagrado y esposo fiel. -“Quizás ese fue el problema”-pensaba a menudo, mientras se bamboleaba en la mecedera dispuesta en el porche de su agradable casa republicana.

A partir de su jubilación, las cosas empeoraron: Lawrence indefectiblemente pasaba la mayor parte del tiempo en la morada familiar. No sabía cómo expresar la causa de tanta tristeza y desasosiego. Se supone que a los 70 años la vida debe brindarnos esa tranquilidad que resulta esquiva en los años mozos. En el caso del pobre Lawrence, la cosa era diferente: el ineluctable paso de tantas primaveras agudizó su angustia. -“No tengo otra opción, no tengo otra opción” – pensaba en voz alta constantemente.

La mayoría de sus amigos estaban muertos u hospitalizados. Los hijos a los que engendró y crió con profundo amor, todos varones, se fueron detrás de la primera escoba con falda que pasó por la calle, para nunca más volver. Así es la vida de cruel: si no tienes una hija mujer lo más probable es que mueras solo. “Los hombres somos perros de la calle; las mujeres, gatitas de la casa,” solía decirle su padre a Lawrence de chico.

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Remedios, su mujer, empezó a cambiar poco después de haberse casado. Al principio del noviazgo, era todo un primor, pero el paso de los años agrió su carácter de una forma que Lawrence jamás hubiese podido imaginar. A pesar de ello, Lawrence siguió adelante sin mirar atrás. En sus genes habitaban la nobleza y la resiliencia, atributos propios de los hombres buenos.

Esa mañana nublada de septiembre, en medio de una de las cantaletas habituales de Remedios, Lawrence, después de bañarse con premura, se aperó con ropa cómoda, pulió un poco su añeja barba, se calzó unos botines ingleses que compró en rebaja en su última visita a Boston y se precipitó a la calle cual caballo desbocado, dejando atrás los gritos de su mujer.

Lawrence se dirigió a una sucursal bancaria de Kansas City, ciudad en la que había nacido y crecido. Una vez en el lugar, hizo la fila como cualquier otro parroquiano. Estando en frente de la cajera le entregó un papelito con el siguiente mensaje: “Tengo un arma en la chaqueta, entrégueme el dinero de la caja”. Tras haber recibido 3000 dólares, salió a paso lento y se sentó en el vestíbulo del establecimiento como si nada hubiese pasado. A los pocos minutos la policía hizo presencia en el lugar. Lo capturaron sin que opusiera resistencia. Solo atinó a decir: “Prefiero estar preso que en casa; es el único lugar en el que mi mujer no me podrá encontrar”. Efectivamente, Lawrence fue condenado a 3 años de prisión y pudo librarse así de Remedios.

Esta increíble y a la vez trágica historia nos deja sabias enseñanzas. Para los hombres: ante un desencuentro, no es necesario agredir a una mujer; hay otras formas de resolver el asunto. Para las mujeres: la cantaleta, señoras, pude ser muy nociva.

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La ñapa I: Que conste que mi adorada esposa no es “cantaletera”.

La ñapa II: Mientras termino este cuento de la realidad, me entero de la muerte de Martín Elías. Una profunda congoja me invade. Todo mi solidaridad para su familia. Paz en su tumba.

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