La lucha de clases, la estratificación o el resentimiento no pueden convertirse en el eje de la discusión de Colombia en materia de política pública y programas sociales en educación. ¿A qué nos referimos? A que este gobierno ha mostrado, en distintos frentes, un desprecio sistemático por todo aquello que pueda beneficiar, parcial o totalmente, a quienes son catalogados como “ricos” en el país.
Empecemos por un punto de fondo, Colombia no debería seguir anclada a un modelo de estratificación que numerosos estudios, análisis y debates han demostrado que es ineficaz, poco funcional y, en muchos casos, absurdo. No mejora los sistemas de medición ni de focalización de las políticas públicas y termina siendo una salida mediocre para que las oficinas del Estado intenten entender al país, su economía, sus familias y sus dinámicas sociales. Hace mucho tiempo la estratificación debió desaparecer, sobre todo porque se ha probado con suficiencia que la pobreza y la riqueza no se explican ni se miden de manera adecuada a través de un sistema de estratos.
Este modelo, además, ha sido aprovechado por políticos demagógicos y populistas para dividir: “miren lo que hacen los ricos, miren cómo viven los pobres”. Esa narrativa simplista y peligrosa no solo distorsiona la realidad, sino que moldea la opinión pública de manera irresponsable. Lo más grave es que muchos terminan creyendo en esa falsa dicotomía, lo que profundiza la polarización social y la lucha de clases.
En ese contexto debe entenderse el debate reciente alrededor de Colfuturo. Para el Gobierno, el programa supuestamente solo beneficiaba a personas adineradas, y con base en esa premisa decidió retirar su apoyo. Algo similar ocurrió con la beca Fulbright: como no existe afinidad política con Estados Unidos, se restringe la posibilidad de que los jóvenes colombianos estudien allí. Esa lógica no sólo es ideológica, sino profundamente equivocada.
El papel del Ministerio de Educación, del Ministerio de Ciencia y del Estado en su conjunto debería ser otro. Por supuesto que hay que fortalecer la educación pública, cuidarla y elevar sus estándares de calidad. Pero eso no puede hacerse en detrimento de las universidades privadas, ni dentro ni fuera del país. Mucho menos cuando existen programas de cooperación internacional en los que el Estado puede gestionar recursos que, en la mayoría de los casos, son reembolsados porque funcionan bajo la modalidad de crédito beca.
Es falso que se estuviera regalando dinero a personas ricas para estudiar en el exterior. Justamente por eso se llama crédito: porque debe pagarse total o parcialmente. Es cierto que existían descuentos si el beneficiario regresaba al país o trabajaba en determinadas regiones, pero eso no era un obsequio, sino un incentivo para que el conocimiento retornara a Colombia. En esa interpretación el Gobierno se equivoca de manera evidente.
Tal vez el Ejecutivo no vaya a revertir estas decisiones. Es su postura, y hay que respetarla. Pero eso no impide señalar que se trata de una política profundamente errónea. Colombia necesita avanzar hacia un modelo que fomente más y mejores alianzas entre el sector público y el privado, con el objetivo de ampliar las oportunidades para los jóvenes.
El acceso a la educación no debe depender del origen social, sino del mérito, la capacidad, la preparación y el talento. Solo así se podrá construir un país en el que las nuevas generaciones tengan las herramientas para definir el presente y el futuro de Colombia sin barreras ni prejuicios.