La necesidad de un estadista: Colombia y el reto electoral que pende en la polarización

Colombia necesita un estadista, no un político del momento. Un líder que gobierne sin odio ni revanchismo, que comprenda el funcionamiento del Estado y que priorice la diplomacia, la gestión y el cumplimiento del plan de desarrollo.

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El escenario político colombiano atraviesa una etapa de agitación permanente, marcada por una demagogia evidente que se expresa en discursos ideológicos traslapados, cargados de retórica y mensajes que resuenan de manera distinta en cada región del país. Las complejas dinámicas de orden público, las tradiciones políticas arraigadas y las profundas desigualdades económicas conforman un panorama donde el Estado —centralista e intervencionista por diseño— se convierte en el depositario de promesas que rara vez se materializan. No porque sean imposibles, sino porque los actos políticos las transforman en aspiraciones oníricas, alejadas de la realidad.


La demagogia se ha convertido en el hilo conductor del debate nacional: se disfraza de defensa de ideales, se alimenta del error del adversario y se sostiene sobre el aprovechamiento de discursos forzados. Esa práctica, extendida tanto en el gobierno como en la oposición, busca la popularidad en aquellas regiones históricamente abandonadas por el Estado. Allí, el resentimiento social y la manipulación del discurso político se entrelazan para profundizar el odio de clases y la polarización.

El gobierno del presidente Gustavo Petro ha terminado inmerso en ese vacío de contradicciones. Ha tensado la cuerda del debate hasta el punto de convertir la gestión pública en una pugna constante: con la oposición, con los medios, con los organismos de control e incluso con instituciones independientes como el Banco de la República. Las críticas al banco central —una de las entidades más técnicas y respetadas del país— por sus decisiones en política monetaria son un ejemplo de cómo la presión política puede intentar subordinar la independencia institucional a intereses de corto plazo. La tentación de estimular la economía mediante una reducción forzada de tasas de interés puede ofrecer una sensación de prosperidad momentánea, pero a costa de comprometer la estabilidad macroeconómica y la confianza en el sistema.

Esa retórica agresiva ha profundizado la división y ha convertido la gestión del Estado en un espectáculo de confrontación. La polarización se alimenta del descontento, de la oposición partidista extrema y del cálculo electoral anticipado de cara al 2026. En este contexto, Colombia enfrenta un doble desafío: conservar la libertad y el derecho de elegir, pero también recuperar la sensatez, la capacidad de escuchar, analizar y entender que gobernar un país es un acto de administración pública responsable, no un ejercicio de poder personal.

Colombia necesita un estadista, no un político del momento. Un líder que gobierne sin odio ni revanchismo, que comprenda el funcionamiento del Estado y que priorice la diplomacia, la gestión y el cumplimiento del plan de desarrollo. Un estadista que respete la independencia de los poderes públicos, que dialogue con el Congreso, que garantice la seguridad desde Uribia hasta Leticia y desde Inírida hasta Buenaventura, y que vea en la diversidad política una oportunidad, no una amenaza.

El discurso político puede prometerlo todo, pero el estadista imprime pragmatismo, coherencia y cumplimiento. Esa es la figura que Colombia necesita con urgencia: alguien que reconstruya el tejido social, devuelva confianza a las instituciones y oriente al país más allá de la polarización que hoy lo consume.

Por: Andrés David Rico Salazar- @AndresDRico

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