Si usted cree que la política de los jóvenes es un espectáculo de tendencias estéticas, de camisetas y de consignas virales, está leyendo la pieza equivocada. Lo que ocurre entre quienes tenemos hoy entre 18 a 28 años no es una moda pasajera: es la reacción de una generación que se topó con la fragilidad de las instituciones, la precariedad económica y la fatiga moral que dejan los gobiernos de promesa fácil. Y cuando una generación se cansa, cambia de brújula. Eso no es trivial: es histórico.
Los datos no inventan narrativas; las corrigen. Latinobarómetro mostró en 2023 un crecimiento de la preferencia por “gobiernos fuertes capaces de restablecer el orden” entre segmentos jóvenes en países golpeados por inseguridad y erosión institucional. Ese no es un dato neutro: es una advertencia sobre lo que la gente prioriza cuando la sobrevivencia pesa más que el ornamento ideológico.
En Estados Unidos y Argentina la lección es temprana y cruda. Las infraestructuras juveniles conservadoras —desde importantes organizaciones hasta influencers con alto alcance— no emergieron por arte de magia: surgieron donde las promesas democráticas y económicas no cumplieron. Las tácticas de movilización contemporáneas (memes, cápsulas, campus campaigns) fueron profesionalizadas por actores como Turning Point de Charlie Kirk, que aprendieron a convertir la indignación en hábito político juvenil. No es conspiración: es marketing político efectivo.
En la Argentina, el ascenso de voces libertarias entre jóvenes fue una respuesta directa a una economía desbocada y a la percepción de colapso institucional. El voto joven por proyectos rupturistas es, por tanto, menos una epifanía ideológica y más un atajo hacia la posibilidad de salir del laberinto económico. Si la promesa de orden suena radical es porque la desesperación radicaliza.
En Colombia la ecuación es íntima y brutal. El desempleo juvenil, la precariedad laboral, la inseguridad y la incertidumbre hacen que el horizonte de vida no sea una expectativa, sino un problema técnico que hay que resolver. Las recomendaciones técnicas de organizaciones internacionales —mejor formación técnica, más empleo formal, programas de inclusión productiva— no son neutralidades académicas: son lógicas que erosionan la base para el discurso romanticista que insiste en transformar el mundo desde el gesto moral. Cuando ganar el pan es una tarea incierta, la teoría política pasa a segundo plano.
No obstante, dos precisiones obligatorias: primero, esto no es una conversión masiva a doctrinas conservadoras clásicas; es un conservadurismo pragmático: orden, seguridad, meritocracia, límites. Segundo, la exportación de marcos culturales (Kirk, emisarios digitales, think tanks) no actúa sola: encuentra ambientes propicios en experiencias reales —balas, desempleo, corrupción— que predisponen a aceptar atajos políticos. La confluencia de oferta ideológica profesionalizada y demanda material crea un terreno fértil que es poderoso.
¿Y qué hacemos con eso? La respuesta fácil —proyectar alarma moral o celebrar la “rebelión conservadora”— es parte del problema. Lo serio es interrogarnos. ¿Qué hicimos para que una generación prefiriera orden y resultados palpables a discursos emancipatorios? ¿Cuánto de esa elección es castigo para una izquierda que prometió refundaciones y entregó improvisación? ¿Y cuánto es responsabilidad de una sociedad que no protegió a sus jóvenes del riesgo económico, la violencia y la precariedad institucional?
Interpelar conciencias implica asumir que una nueva generación no está condenada a repetir los automatismos del pasado. Cuando los jóvenes eligen desde la razón y no desde el pánico, desmontan la idea de que la seguridad exige obediencia ciega o sacrificios democráticos. Cuando las universidades y los medios ofrecen marcos rigurosos —no consignas ni dogmas— se abre espacio para una ciudadanía crítica que no se deja seducir por la teatralidad ideológica. Y cuando la dirigencia política comprende que la crisis juvenil no es un apéndice demográfico, sino el punto neurálgico del futuro institucional deja de tratarlos como espectadores y reconoce su papel como la generación más consciente, informada y sensata que ha tenido Colombia en décadas.
Permítame ser crudo: este giro también interpela a usted, lector. ¿Cuánto de su indiferencia ante el deterioro institucional alimentó el hartazgo juvenil? ¿Cuánto del esnobismo moral que celebró la indignación sin medir consecuencias dejó sin brújula a quienes hoy buscan certezas? La convención de que “la juventud es siempre de izquierda” es un consuelo cómodo para quienes ya no arriesgan nada. Pero no responde a la realidad.
Si quiere ejemplos concretos: observe las plazas universitarias donde hoy se discute por seguridad, no solo por cambio climático; mire las empresas emergentes que valoran orden regulatorio por encima de discursos de moda; revise las encuestas que indican que jóvenes en contextos de mayor inseguridad priorizan medidas de control y castigo. No son fenómenos inconexos: son síntomas de una fractura que debemos abordar con políticas, no con eslóganes.
Finalmente: esta generación no es un bloque monolítico que deba ser cooptado o vilipendiado. Es una advertencia. Si permitimos que la oferta política se reduzca a promesas sin estructura, a líderes que capitalizan el resentimiento y a organizaciones que profesionalizan la indignación, habremos fallado como sociedad. Y si usted piensa que eso no es asunto suyo porque “lo político” es territorio de los demás, entonces ya perdió la oportunidad de ser útil.
La pregunta que dejo, entonces, no es por quién votaremos los jóvenes. La pregunta es más personal, más brutal: ¿qué parte de su vida —su carrera, su negocio, su familia, su compromiso— está dispuesto a poner sobre la mesa para reconstruir los cimientos que los jóvenes hemos visto desmoronarse?
Lo que viene dependerá menos de quién grite más y más de quién sea capaz de ofrecer sentido en medio del desorden. Un país exhausto no necesita profetas del miedo ni salvadores de ocasión, sino adultos que se tomen en serio el oficio de gobernar. La juventud —esa que todo el mundo presume representar— está haciendo sus preguntas correctas: qué Estado funciona, qué sociedad queremos, qué reglas vale la pena defender. Las respuestas aún están en construcción. Y ahí, en ese punto exacto donde un país decide si madura o se repite, es donde cada lector tendrá que decidir de qué lado de la historia quiere pensar, actuar y vivir.
Por: Juan Diego Vélez Forero -@juandiegovelezf
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