La prisión o la proscripción

“Cuando un presidente como Petro convierte la República en su feudo, el desenlace legítimo y necesario no es la indulgencia, sino la prisión o la proscripción, porque un poder degradado a farsa solo puede acabar condenado por la historia.”

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Colombia atraviesa la hora más sombría de su historia republicana. No se trata de una crisis más en la larga sucesión de sobresaltos que nos ha habituado la política nacional. Se trata de un peligro cierto contra la supervivencia misma de la República, encarnado en un hombre que se cree redentor universal, pero que no ha sido capaz ni de custodiar su propia casa.

Ese mamarracho que funge como presidente llegó al solio de Bolívar como suelen llegar los impostores: disfrazado de salvador, amparado en la hipocresía, vendiendo espejismos a los ingenuos. Apenas obtuvo el poder, se arrancó la máscara y mostró lo que siempre ha sido: un conspirador contra la nación que dice gobernar.

La presidencia, para Petro, no es un instrumento de gobierno sino de demolición. Su propósito declarado —aunque lo revista de consignas huecas— es corroer los cimientos institucionales, dinamitar la democracia, arrasar con cualquier vestigio de orden y legalidad.

Se proclama víctima sin mérito y se autoproclama salvador de la humanidad. Pero lo único que representa es la perpetuación del desorden, la violencia y la mentira.

Desde la Casa de Nariño prolonga un libreto escrito desde hace décadas. Empodera a los grupos armados que delinquen bajo su amparo, sumerge a la nación en la zozobra de atentados semanales y amenaza con perpetuarse en el poder desconociendo la Constitución.

Lo que debería ser gobierno se ha convertido en conspiración permanente contra la República.

Y, como si ese descalabro interno no bastara, se presentó en la Asamblea General de Naciones Unidas en un espectáculo grotesco. Allí, remedando al Chávez más histriónico, insultó al presidente de Estados Unidos, denostó a las naciones que no comulgan con sus delirios, exaltó al genocida Stalin —el carnicero que despachó a más de veinte millones de personas— y defendió a los capos del Cartel de los Soles y a sus ejércitos de sicarios.

En Nueva York no representó a Colombia: representó al crimen y a la impostura, y exhibió ante el mundo, sin pudor alguno, su admiración por la maldad.

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Su doble moral es escandalosa. Habla de defender la vida, condena lo que llama “genocidio” en Gaza, pero en su propio país deja a los colombianos a merced de los terroristas.

Alaba a Stalin, ese verdugo de pueblos enteros, y se abraza con el triángulo del mal: Cuba, Venezuela y Nicaragua. No puede tener autoridad moral quien no garantiza la vida de sus opositores en el Congreso. Menos aún quien todavía defiende la violencia como método para derrocar gobiernos legítimos.

El caso de Israel y Palestina revela esa hipocresía con nitidez brutal. En octubre de 2023, los terroristas de Hamás irrumpieron en territorio israelí asesinando hombres, mujeres, niños y ancianos en una orgía de barbarie que debería haber avergonzado incluso a los más cínicos.

El mundo entero debería comprender lo elemental: quien es atacado tiene no solo el derecho, sino también el deber de responder con contundencia. Así lo hicieron los Estados Unidos después del 11 de septiembre; así debe hacerlo Israel frente a Hamás.

Con los terroristas no se dialoga. Se los derrota. No son adversarios políticos, son maleza que hay que arrancar de raíz para que la vida florezca.

Petro, sin embargo, salió entonces a las calles de Nueva York como un agitador de arrabal, defendió a Hamás y llegó al extremo de incitar a las Fuerzas Armadas de Estados Unidos a levantarse contra Donald Trump, actual presidente de la democracia más robusta del planeta.

Sí: el jefe de Estado colombiano pidió abiertamente un golpe militar contra Washington.

Que semejante disparate haya salido de la boca de un mandatario en ejercicio no solo es un bochorno histórico. Es una señal inequívoca de la irresponsacrisis institucional en Colombiabilidad que gobierna hoy a Colombia.

No hay improvisación en su locura: todo en él está calculado. Petro necesita presentarse siempre como víctima —del imperio, del fascismo, del mundo que no lo comprende— porque en esa farsa encuentra la coartada para abusar del poder, hostigar a sus críticos y preparar el terreno para medidas “drásticas” en nombre del pueblo.

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Su verdadero objetivo es perpetuarse en el poder, desfondar las instituciones y reducir la República a una caricatura grotesca.

Ese guion está escrito y conocemos sus pasos y a sus protagonistas. Por eso, el próximo gobierno, que debe ser legítimo y serio, deberá emprender una tarea doble: reconstruir lo que quede en pie de la institucionalidad y llevar ante la justicia cada atropello cometido por este impresentable.

Quien coloca en peligro la supervivencia de la República no merece indulgencias: merece la cárcel o, en su defecto, el exilio perpetuo.

El 7 de agosto de 2026, cuando abandone la Casa de Nariño, Petro debe enfrentarse al único destino que corresponde: una celda de máxima seguridad o la proscripción definitiva de su país. Nada menos estaría a la altura del daño que ha causado.

Hoy, Colombia no tiene un presidente: tiene un payaso encumbrado en el solio de Bolívar. Bajo su mando, la nación se degrada a una ruina humeante, donde la mediocridad, la chabacanería y la improvisación se han instalado como norma.

Y, sin embargo, todavía hay tiempo para rectificar. Colombia puede librarse de esta clase dirigente corrupta y mediocre y emprender un renacer republicano.

Que la presidencia vuelva a ser ocupada por un estadista respetable, moralmente virtuoso en la medida de lo posible, alguien que encarne el respeto a la ley y a la institucionalidad.

Colombia no puede resignarse a seguir siendo un país tercermundista gobernado por políticos más ignorantes que sus propios ciudadanos.

Debe aspirar a un orden serio, a un Estado digno, a una sociedad respetable. Esa es la tarea. Esa es la urgencia.

Está en la conciencia de cada colombiano decidir si seguimos hundidos en la mediocridad o si, de una vez por todas, nos convertimos en una nación libre, seria y digna de su historia.

Por: Aldumar Forero Orjuela-  @AldumarForeroO

Del mismo autor: Petro: el verdugo que estrangula a Colombia

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