Las campañas costosas en Colombia

Las campañas electorales dejaron de ser una disputa de ideas y se convirtieron en una carrera de chequeras que abre la puerta a la corrupción.

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Las campañas costosas se han convertido en un fenómeno que, aunque antes parecía concentrarse en algunas regiones, hoy se extiende por todo el país. Y lo más grave: lejos de disminuir, parece normalizarse. La competencia política ya no gira alrededor de las ideas, las propuestas o las capacidades, sino de quién tiene más dinero para invertir en una campaña.

Gana el que más camionetas despliega, el que más líderes paga, el que acumula más contratistas, más alcaldes, más concejales y más diputados a su alrededor. La corrupción, entonces, no aparece al final del camino: se manifiesta desde el inicio, incluso al interior de los partidos, durante la propia contienda electoral.

Las vallas son un ejemplo claro. No es cierto que algunas se “cedan” de buena fe. En muchos casos, candidatos con mayores recursos compran los espacios de los más pequeños, ofreciéndoles algo de dinero a cambio de que les entreguen los pocos lugares publicitarios que lograron conseguir. Así se empieza a evidenciar uno de los grandes problemas de las listas abiertas: la política termina siendo, literalmente, una competencia de chequeras.


La pregunta inevitable es cómo recupera un congresista el dinero que invierte en una campaña cuando hablamos de cifras que superan los 3.000, 5.000 o incluso 10.000 millones de pesos. Porque el salario no alcanza. Hoy está prácticamente calculado cuánto “cuesta” llegar a la Cámara y cuánto al Senado. Para quienes hacen política tradicional, una campaña a la Cámara no baja de los 3.000 millones, y una al Senado puede llegar fácilmente a los 7.000 o 10.000 millones de pesos.

Si así comienza el proceso político del país, ¿qué se puede esperar del ejercicio del poder? La respuesta es incómoda, pero clara: el sistema se sostiene mientras los ciudadanos lo sigan validando. Al final, el verdadero cambio está en manos de las personas cuando van a votar.

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Que reciban el dinero, el mercado, el almuerzo o el favor, si quieren. Pero que no voten por ellos. Porque al hacerlo, perpetúan los mismos fenómenos de corrupción de los que luego se quejan. No se puede denunciar a los políticos corruptos mientras se les patrocina con el voto.

Conviene recordar, además, que el voto al Congreso es incluso más importante que el voto presidencial. Desde allí se toman decisiones estructurales que afectan al país entero. Y solo los ciudadanos pueden alterar esa dinámica.

Hay candidatos que saben que, por sus capacidades o cualidades, no lograrían ganar una elección limpia. Por eso buscan primero llegar a cargos como alcaldes, gobernadores o funcionarios públicos, no para servir, sino para apropiarse del presupuesto durante dos, tres o cuatro años. Con esos recursos arman el fondo de su siguiente campaña. Luego sí, salen a competir. Es un robo a mano armada, repetido una y otra vez.

Ese patrón se repite en Antioquia, en Bogotá, en el Valle, en los Santanderes, en la Costa. Está en todas partes. La gente debería detenerse un segundo, observar y hacerse una pregunta sencilla pero poderosa: ¿por qué gastan tanto en política? ¿Cómo recuperan ese dinero?

La respuesta es una sola: con los impuestos de todos.

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