Nada que celebrar

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Por: Wilmar Vera Zapata

Se cumplen 211 años del grito de independencia en la Nueva Granada y, sinceramente, hay poco que celebrar. Luego de la emboscada en la que los criollos (considerados ellos mismo españoles americanos) le hicieron a don José González Llorente y el teatro de prestar un florero para enardecer y manipular a la turba y presionar a las autoridades a que los tuvieran más en cuenta, poco hay para considerarse orgulloso de portar la nacionalidad colombiana.

Y es que en los últimos años, pasamos de un moderado optimismo con el cese del conflicto con las extintas Farc a una decepción monumental con el tercer gobierno de Uribe. Aunque millones de colombianos guardábamos la esperanza de que habría presidente independiente, así éste tuviera jefe inmediato –y no era el pueblo, precisamente- la abyección a los lineamientos del mandatario eterno nos llevó a la dolorosa decepción de que el residente en la Casa de Nari (como el paramilitar alias Job la llamó cuando entró por el sótano en 2008) era solo una figura. Otro, en Córdoba o en Llanogrande, tomaba y toma las decisiones.

Los tres años que lleva Uribe/Duque en el poder son la muestra de los que se puede llamar “años terribles” y hay motivos para señalar que en la historia contemporánea del país es la peor época que hemos padecido. ¿Pruebas? Con gusto:

Un Estado que no es capaz de garantizar la vida a sus ciudadanos es, por lo menos, un estado inepto. En lo que va del gobierno de la Seguridad Democrática se han efectuado 76 masacres en 2020 y a mitad de 2021 la cifra alcanza las 50 masacres, con 481 colombianos asesinados por bandas que van desde la delincuencia de derecha como la de izquierda. Muchos de ellos reclamantes de tierra, líderes comunitarios, civiles y firmantes del proceso de paz. Por supuesto no son todos son culpa del Estado, pero no se ve que se conduelan o hagan mucho por esclarecerlos, en especial cuando las víctimas son miembros de la oposición y denuncian amenazas. La inoperancia es sintomática.

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La pandemia fue la excusa del mediocre. Esté en Caracas, La Habana, Santiago o Bogotá, los gobernantes encontraron en ella la justificación perfecta para endosarle sus errores y bandazos. Una mala planeación en la compra de vacunas, el encierro generalizado sin ayuda a las empresas pequeñas y medianas ni a la población en general, la pérdida de miles de empleos y más de 100 mil vidas es el saldo de una cuenta dolorosa que sigue subiendo.

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Como si fuera poco, más impuestas y más corrupción. Millones de compatriotas no comen una o dos veces al día, mal viviendo, ganando en un año lo que uno de esos “doctores” gastan en un almuerzo ejecutivo del Norte de Bogotá o una parranda de puente en Miami. La gran mayoría de la clase política no representa nada rescatable y con sus actuaciones escupen al colombiano de a pie, tan cínicos que se ríen en nuestras caras con sus bolsillos rebosantes.

No se salva ninguna región del caos. Sea Chocó, Arauca o Cauca, el país está descuadernado. Tras Iota, el año pasado Providencia y Santa Catalina afrontan una nueva temporada de huracanes con dos casas (¡dos casas!) reconstruidas y el abandono sempiterno de la clase dirigente capitalina que ni raja ni presta el hacha. Basta conocer la sensación de miedo y rabia de nuestros compatriotas isleños al estar desprotegidos en carpas bajo una tormenta, sin mayor celeridad en recuperar sus viviendas y, además, politizando la reconstrucción. No olvidemos que hace un mes el inquilino de la Casa de Nari salió por la puerta trasera sin darle la cara a esos habitantes que, excluidos de la lista de áulicos y del comité de aplausos armado por las autoridades, tenían un pliego de peticiones.

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La economía no está mejor. Con cifras altas de desempleo, miles de empresas quebradas y mala calificación inversionista internacional, el desastre es justificado no por la desidia de un ministro de Hacienda que no sabía ni calcular un mercado y sí gravar a las clases menos favorecidas sino por una ciudadanía molesta y exhausta que salió a las calles a expresar su inconformidad. Y aquí el discurso se vuelve ambivalente, pues en caso de que un policía detenga a un manifestante, si es cubano es violación de derechos humanos, pero si es colombiano, es neutralización de amenaza revolucionaria molecular disipada, según el neonazi que adoctrinó a los militares.

Estamos mal. Para quien tenga conciencia, Colombia siempre ha estado mal. Ya sea en 1810, 1820, 1898, 1948, 1971, 1989 o 2002 nuestra historia es un transitar por caminos espinosos y ensangrentados. Este 20 de julio no hay nada que celebrar. Como escribió ese gran académico y pésimo político conservador, Miguel Antonio Caro, parecemos condenados a decir: “¡Patria! te adoro en mi silencio mudo/ y temo profanar tu nombre santo/ por ti he padecido y llorado tanto/ como lengua mortal decir no pudo”.

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