Durante más de cuarenta años, el narcotráfico ha dejado una huella imborrable en la sociedad colombiana, un fenómeno que trasciende el simple comercio ilegal de drogas. La “narco prosperidad” es el concepto sombrío que resume esta realidad profunda y compleja: un ciclo que ha enraizado la economía y la vida social en la ilegalidad, con consecuencias devastadoras para el país en todos sus ámbitos.
Colombia ha vivido una historia marcada por la crueldad, el dolor, la sangre y el miedo. Miles de muertos, heridos, familias destrozadas y generaciones enteras traumatizadas son el saldo de un conflicto que no ha sido únicamente armado, sino también económico y cultural. La violencia es apenas la punta visible de un iceberg mucho más grande, que crece y se reproduce en un país con una vasta extensión territorial y con regiones donde el Estado no ejerce un control efectivo.
Esta fragmentación geográfica ha favorecido la proliferación de grupos ilegales y redes de narcotráfico, que han encontrado en la debilidad institucional y la pobreza rural el terreno ideal para expandirse.
Hoy, Colombia continúa siendo el mayor productor mundial de cocaína —con más de 230.000 hectáreas sembradas según cifras de la ONU en 2023—, un negocio altamente lucrativo que ha moldeado la dinámica económica y social del país. Esta producción no es un fenómeno aislado, sino la consecuencia de décadas de inequidad y exclusión social, donde millones de personas en zonas rurales han visto en el narcotráfico una salida frente a la pobreza, la falta de oportunidades y la ausencia del Estado.
Para muchos jóvenes, la criminalidad no ha sido una elección libre, sino un mecanismo de supervivencia.
Es innegable que Estados Unidos, como mayor consumidor de cocaína en el mundo, tiene una responsabilidad crucial en este problema. Sin embargo, no es el único: Europa y Asia han aumentado considerablemente su consumo en los últimos años, lo que mantiene la cocaína como reina del mercado global pese al auge de las drogas sintéticas.
Además, el narcotráfico es un negocio transnacional que involucra a múltiples actores: carteles mexicanos que dominan la distribución, redes europeas de lavado de activos, y regímenes cuestionados como el venezolano, señalado por organismos internacionales de tener nexos directos con el negocio ilícito.
La “narco prosperidad” también expone la intrincada relación entre el narcotráfico y la economía formal en Colombia. Una pregunta inquietante persiste: ¿qué pasaría si se eliminara el narcotráfico de la economía colombiana? Lo cierto es que está profundamente entrelazado con sectores legítimos.
En las grandes ciudades es evidente: autos de lujo, burbujas inmobiliarias en Medellín y Bogotá, restaurantes y bares que funcionan como fachadas para el lavado de dinero, e incluso la incursión del negocio ilícito en sectores digitales como las criptomonedas y las plataformas de entretenimiento online.
Esta economía paralela ha permeado tantos ámbitos que la ilegalidad se ha convertido en una sombra constante sobre la prosperidad que algunos colombianos muestran al mundo. La lógica de la “narco prosperidad” implica que el narcotráfico no solo financia violencia, sino que sostiene, en buena parte, la actividad económica cotidiana, aunque de manera distorsionada y riesgosa.
Frente a esta realidad, surge la necesidad de replantear las políticas antidrogas y las estrategias contra el narcotráfico. Existen esencialmente dos extremos. Por un lado, la penalización absoluta, al estilo de Singapur o China, donde las sanciones son de una severidad extrema. Por el otro, la regulación y legalización, que buscan desmontar las mafias al transformar la ilegalidad en un negocio regulado y transparente.
Este último camino, aunque viable en productos como la marihuana —ya legalizada en varios países—, resulta mucho más complejo en el caso de la cocaína, pues exige un consenso internacional que hoy parece lejano.
Mientras esta disyuntiva se mantiene, Colombia sigue atrapada en la paradoja de la “narco prosperidad”, que ha convertido la ilegalidad en una forma de vida para muchas regiones y ha erosionado valores sociales, culturales y democráticos. La ausencia del Estado en amplios territorios, la pobreza estructural, la demanda global insaciable de drogas y la capacidad de las mafias para infiltrarse en la economía formal son los obstáculos que deben enfrentarse con valentía y políticas innovadoras, no únicamente con castigos o discursos moralistas.
Colombia necesita con urgencia un debate abierto, realista y plural sobre el narcotráfico, libre de demonizaciones simplistas o romanticismos peligrosos. Las decisiones que se tomen deberán apuntar a la reconstrucción económica, social y política del país, entendiendo que la seguridad y la prosperidad solo serán posibles si logramos desmontar el entramado criminal que ha marcado durante décadas parte de nuestra historia. La “narco prosperidad” no puede seguir definiendo el destino de Colombia.
