Por: Wilmar Vera Zapata
Ser candidato a la presidencia de Colombia se ha desvalorizado tanto que cualquiera cree que puede serlo, sin mayor mérito, inteligencia o aptitud. Y no es que hubiéramos tenidos grandes lumbreras en el Solio de Bolívar desde la pataleta de los criollos contra los peninsulares de 1810, pero a hoy se ha desvirtuado el cargo como la baja aceptación que –dicen las encuestas y se siente en la calle- tiene el inquilino de la Casa de Nariño.
Antes los presidentes surgían de las luchas intestinas de los dos partidos tradicionales o las corrientes ideológicas, a veces por convencimiento o por mañas intestinas. Por ejemplo, los líderes de la Independencia empezaron a marcar diferencias en el modelo a aplicar a la joven República, bien fuera defendiendo modelos centralistas o federalistas. El surgimiento del Partido Liberal y Conservador, más allá de sus planteamientos ideológicos sobre el manejo del Estado y del desarrollo del país, tiene un componente de chismes de alcoba entre Bolívar y Santander que no le resta credibilidad a ese origen mundano de ambas colectividades.
En el siglo pasado, la única forma de llegar al poder era blandiendo el trapo rojo o el trapo azul. Esa división llegó hasta los hogares colombianos, segregando y dividiendo a miles de nacionales como seguidores de uno u otro bando. Con el agravante de que la iglesia católica tomó partido y su gran mayoría de miembros y alta jerarquía se volvieron defensores de los godos, situación que generó la base de la violencia política de la cual aún no hemos pasado la página de dolor.
Desde el Frente Nacional (1958-1978) las disidencias políticas que aspiraban alcanzar el poder fueron apabulladas por una repartija de la burocracia política y económica equilibrada entre uno y otro trapo. Un avance, porque el método previo era la eliminación física del oponente, como le ocurrió a Jorge Eliécer Gaitán, asesinado por los mismos dueños del poder, el “país político” amenazado por sus ideas de transformación al “país nacional”.
Lo grave es que esa actitud segregacionista y excluyente generó que jóvenes interesados en los cambios decidieran -como era normal en la época- levantarse en armas contra el gobierno central, moda que se replicó en todo el planeta bajo la férula del modelo socialista que se presentaba como una alternativa de desarrollo ante el avance y explotación capitalista.
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Hoy esas propuestas armadas están por fuera de cualquier lógica demócrata y deben ser rechazadas.
Ahora bien, cualquiera puede ser candidato a la presidencia, pero en este momento no cualquiera puede ser el presidente. Máxime si el actual inquilino demostró que no solo no tiene la dignidad exigida del cargo ni la inteligencia para manejar un país que se le salió de las manos al partido de la tercera y cuarta letra del alfabeto, que fungía de dueño del orden y la seguridad en el país. Más de 230 firmantes y 570 líderes asesinados son una muestra de ese daño generado por premiar a un aprendiz que no supo hacer su trabajo en todo su periodo. Tener a un inexperto, farandulero y ausente “mandatario” nos costó subdesarrollo, sangre, sudor y lágrimas.
La semana pasada dos candidatos mojaron prensa de forma exagerada: uno por comentarios de corrupción para conformar su lista y el otro por su esperado lanzamiento, al que ya lo elevaron como la respuesta a las plegarias con él atendidas. Rodolfo Hernández, exalcalde de Bucaramanga y quien confunde a Hitler como un filósofo digno de admirar, quedó en entredicho por un audio en el que pide dinero para conformar su lista al senado por un movimiento anticorrupción y el 10% del salario si son elegidos. Con eso su aspiración debería languidecer y morir, además porque evidencia -una vez más- que los partidos y sus jefes cobran por sus avales, como denunció el exconcejal de Medellín Santiago Jaramillo, que debía pagar un porcentaje de su sueldo a los directivos de la tercera y cuarta letra, tema que ha pasado de agache.
El otro, Alejandro Gaviria que dio el sí. Ya los medios y las redes lo muestran como la respuesta a la polarización que, precisamente, los de extrema derecha y extremo centro han pregonado desde 2016. Hombre relacionado con el poder, tratan de venderlo como un outsider de la política que siempre ha estado al servicio de los políticos. Y de los dueños de la economía, que son los que ponen de presidente para abajo.
En otras palabras, no importa si su imagen da esperanza (¿?), si lo muestran como otro profesor candidato así desconozca la realidad de los docentes o los alumnos, que no conoce el país profundo y abandonado o si cita a filósofos y escritores posando ante su biblioteca personal. Lo que debe caracterizar al futuro presidente es que no sea el mascarón de proa de los de siempre para pregonar el cambio que llega a los de siempre (la redundancia es intencional), que sea consecuente su pensar y actuar y tenga sensibilidad social para que los millones de compatriotas -a los que nunca les ha tocado nada- ingresen por fin a vivir, crecer y progresar en un país digno y dignificante.
Que la vida sea la importante, que el Estado no es el negocio de unos pocos para explotar o robar. Esa es la clave. De resto, esos candidatos que salgan no son sino más de lo mismo.