Varias son las posturas que surgen al analizar el narcotráfico en Colombia. Algunos argumentan que el día en que la droga sea legalizada en el país, será el fin del narcotráfico. No es casual que se hayan descubierto conexiones entre los carteles de la droga y políticos.
Lo prohibido es siempre un negocio lucrativo, y la cocaína no es la excepción; es una industria altamente rentable no solo para quienes la cultivan, procesan, transportan y distribuyen, sino también para aquellos que blanquean las ganancias.
El narcotráfico, innegablemente, es una parte integral, aunque oscura, de la economía colombiana. Quitar este segmento económico en ciertas regiones y ciudades del país cambiaría drásticamente la realidad local. El narcotráfico ha logrado infiltrarse en la vida cotidiana de muchas urbes, conviviendo a diario con actividades económicas legales.
Ejemplos como el de alias «Pichi», quien a pesar de llevar un brazalete electrónico salía a centros comerciales ya otros lugares de Medellín, reflejan cómo el narcotráfico no solo controla sectores ilegales, sino que se ha insertado en la economía formal.
Las inversiones de narcotraficantes en restaurantes, peluquerías, talleres, almacenes de ropa y hasta concesionarios de carros son una realidad. Están tan inmersos en la economía que atacar al narcotráfico sería como dispararse en el pie.
La cantidad de personas involucradas con el narcotráfico, consciente o inconscientemente, hace que enfrentarlo sea extremadamente complicado. En ciudades como Bogotá o Medellín, se critica con dureza lo que ocurre en regiones como el Cauca, donde guerrillas y carteles operan libremente. Sin embargo, se convive con esos mismos actores en la vida urbana, lo que refleja una hipocresía evidente.
La situación actual plantea una gran encrucijada: ¿Legalizar o criminalizar de forma total el narcotráfico? Países como Singapur o China optan por la criminalización absoluta, incluso con la pena de muerte para quienes se ven envueltos en este negocio. Sin embargo, la realidad colombiana es otra.
El modelo actual, en el que el narcotráfico convive con la sociedad y la economía formal, no traerá un resultado diferente a los ya conocidos: más violencia, lavado de activos, terrorismo, secuestros, extorsiones y sicariato.
A pesar de la inseguridad en las ciudades, el narcotráfico sigue siendo el negocio más lucrativo, por encima de los crímenes menores como el hurto de celulares o vehículos.
La propuesta del presidente Gustavo Petro de comprar los cultivos de coca en regiones como El Plateado, Cauca, parece destinada a repetir errores del pasado, como ocurrió durante el gobierno de Juan Manuel Santos. El llamado «efecto cobra», donde los cultivos aumentan tras iniciativas de compra, ya ha demostrado su ineficacia.
La gran pregunta que queda en el aire es cómo el Estado, con los recursos de los contribuyentes, planea hacer negocios con actores ilegales, comprando cultivos ilícitos. Esto equivale, indirectamente, a financiar el terrorismo.
Los últimos datos sobre los cultivos de coca muestran un aumento del 10% en el área sembrada, alcanzando las 253.000 hectáreas, y una producción potencial de cocaína de 2.664 toneladas métricas.
Colombia, hasta ahora, ha sido demasiado cobarde para dar el debate necesario entre la legalización o la criminalización total. Mientras se mantenga en la misma senda, el país no tendrá otro destino que seguir contando muertos y sufriendo las consecuencias de un problema que, lejos de disminuir, sigue arraigado en su estructura social y económica.
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