Es natural y perfectamente comprensible el sentimiento de desolación, de miedo, de incertidumbre y de estupefacción cuando las personas cada día se hacen más a la idea de que no habrá y no ha habido la supuesta paz de la que tanto se ha hablado en Colombia.
La paz es un anhelo absolutamente válido y loable, plausible y sano y, si se quiere bonito, hablar de paz siempre traerá mejores sentimientos, incluso más adeptos, que hablar de seguridad y de justicia, y cómo no, cuando un país como Colombia ha estado marcado en la mayoría de su historia por la violencia.
A todos se nos ha dicho en algún momento de la vida que no hemos conocido realmente ni siquiera una década de una real paz y es que los colombianos, en medio de las grandes virtudes que tienen, tienen una capacidad de resiliencia gigantesca y escasa o el normalizar y pasar por alto crímenes que en cualquier otro lugar del mundo estremecerían a todas las personas.
Con pesar tenemos que decir que a los colombianos se nos volvió normal el asesinato, el secuestro, la extorsión, la estafa, el narcotráfico, las bandas delincuenciales, las guerrillas y hasta la corrupción. ¿O es un espíritu elevado, empático, si se quiere complaciente con la ilegalidad, o realmente es que el colombiano está tan enfocado en sus cosas que simplemente trata de sobrevivir todos los días a pesar de lo que ocurre en su país?
Siempre también se acostumbra a buscar culpables. ¿Quién es el culpable de que X política, proyecto, programa, propuesta o promesa no haya funcionado?
Y los colombianos tendrían toda la razón en señalar hoy en día al presidente Gustavo Petro, quien, muy acostumbrado a sus discursos grandilocuentes, en su momento afirmó que, si él era presidente, el ELN se acabaría en tres meses y llegó a la presidencia como ese gran abanderado de la paz y, para muchos, con una mirada natural y, cómo no, apenas lógica, de que quién más acorde que Petro, un exguerrillero, para hacer la paz con las guerrillas.
Si no era Petro, entonces, ¿quién hace la paz con las guerrillas? Y de ahí se desprende el otro punto de desazón, desasosiego e incertidumbre para los colombianos.
Sí, lo que se catalogó, mal catalogado para nosotros, como “la guerra de Uribe” y no funcionó. Sí, para las personas, la paz de Santos tampoco funcionó y tampoco la posición tibia del gobierno Duque; ahora, mucho menos la política de brazos abiertos similar a la del expresidente mexicano López Obrador: «más abrazos, no balazos» tampoco funcionó.
Es evidente que hoy Gustavo Petro tiene una culpa en todo lo que está pasando y tiene más culpa cuando no toma decisiones radicales respecto a las mesas de negociación que se tienen abiertas en este momento con distintos grupos terroristas.
Porque el presidente tenía todo el derecho a avanzar en esa propuesta, pero también tenía el deber de, si esto era un fracaso, retirarse de inmediato de la mesa.
No lo hizo; mantiene unos delegados realmente desconocidos, insultosos, de muy poco carácter y que no dan ni garantía ni tranquilidad ni confianza. La única voz disidente responsable y honesta es la de José Félix Lafaurie, quien tarde o temprano abandonará esa mesa.
Entonces, el presidente tiene una culpa, pero es cierto que es fácilmente el séptimo presidente al cual los grupos criminales en Colombia estafan, engañan, defraudan y aun así no aprenden. Aun así, habrá personajes de la política empecinados en decir que la solución es sentarse a refundar el Estado con estos grupos criminales y no la de combatirlos y someterlos a la justicia.
Y aquí nos vamos al real y mayor culpable de esta situación, los culpables de las muertes que a diario siembran sangre, dolor y lágrimas en muchísimas familias colombianas; no es nadie más distinto a estos grupos terroristas, sin importar el brazalete que use, son ellos los reales culpables de que la paz fracase, son ellos los reales responsables de las atrocidades que se cometen hoy en día.
Y lo van a seguir siendo porque para ellos no hay ningún proceso de paz que les sirva; el único objetivo de ellos es poder fortalecerse militar, política y económicamente para seguir aumentando sus arcas y expandiendo sus operaciones mientras el Estado colombiano está inmóvil, sin combatir.
Difícilmente cambie esto; debería suceder que el presidente, en un ataque de coherencia y responsabilidad, acabe con estas mesas de diálogo y combata, como es su deber constitucional, a estos grupos criminales, porque no se necesitan más muertos, ni civiles ni uniformados, para darse cuenta de que la paz total ha sido un completo fracaso.
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