En Colombia, todos los ciudadanos tenemos el deber constitucional de contribuir al sostenimiento del Estado a través del pago de impuestos. Sin embargo, también es claro que los tributos no pueden ser creados, modificados ni cobrados de manera arbitraria. El artículo 150 de la Constitución establece que la potestad tributaria recae exclusivamente en el Congreso de la República. Esta reserva legal responde a un principio esencial en toda democracia: solo los representantes elegidos por el pueblo pueden decidir sobre el destino de su dinero.
En este contexto, la retención en la fuente aparece como una figura que merece una revisión crítica. Se trata de un mecanismo que permite al Estado anticipar el recaudo de impuestos —en particular, el de renta— antes de que se cause la obligación real. Aunque en principio es un procedimiento legítimo de facilitación del recaudo, su uso intensivo o discrecional puede derivar en una especie de “adelanto forzoso” del tributo, con implicaciones económicas y jurídicas preocupantes.
¿Qué ocurre cuando se suben las tarifas de retención?
Imaginemos un servicio profesional por el que una persona recibe $100. Si la retención es del 10%, se le pagan $90, y el 10% restante va al Estado. Si la tarifa sube al 20%, el pago se reduce a $80. Aunque ese dinero podrá descontarse en la declaración de renta del año siguiente, en el presente el contribuyente ve reducida su liquidez, afectando su planeación financiera, flujo de caja e incluso obligándole a endeudarse. En resumen: el Estado mejora su caja, pero a costa del bolsillo y estabilidad del ciudadano.
Y lo más relevante: este ajuste no requiere, en la práctica, una nueva ley, sino una simple resolución administrativa. ¿Puede un cambio con efectos económicos tan contundentes implementarse por vía reglamentaria sin pasar por el Congreso? La respuesta, desde una perspectiva constitucional, debería ser un claro no.
La pregunta de fondo es aún más inquietante: ¿para qué necesita el Estado este adelanto de recursos? Algunos datos son reveladores. Por ejemplo, el Ministerio de la Igualdad ha ejecutado apenas el 2,5% de su presupuesto en lo corrido del año. Muchas entidades públicas, en lugar de ejecutar los fondos, los mantienen en fiducias de baja rentabilidad. Es decir, mientras se exige anticipar recursos a los contribuyentes, buena parte de ese dinero permanece inmovilizado, generando rendimientos menores al costo financiero que representa para quienes se ven forzados a endeudarse para cubrir su déficit de caja.
En la práctica, se está exigiendo al ciudadano que financie la ineficiencia estatal. Y lo hace en un marco normativo cuestionable, porque el principio de legalidad tributaria implica que ningún impuesto —ni sus anticipos— puede cobrarse sin que medie aprobación del Congreso. Además, todo cambio tributario debe aplicarse a partir del inicio del siguiente ejercicio fiscal, conforme al principio de irretroactividad, lo cual, en este caso, significaría el 1 de enero de 2026, si el Congreso aprueba el cambio antes del 31 de diciembre de 2025.
¿Pan para hoy, hambre para mañana?
Más allá del marco legal, existen efectos fiscales a mediano plazo. Si hoy se aumenta la retención en la fuente, el próximo año el recaudo neto disminuirá, pues los contribuyentes descontarán ese pago anticipado. En otras palabras: se hipoteca el ingreso futuro para solventar el presente. Esto podría llevar a una desfinanciación de los programas sociales, forzando al Gobierno a presentar una nueva reforma tributaria, con más impuestos, usualmente “temporales”, que en la práctica se tornan permanentes.
La retención en la fuente no es, per se, una figura negativa. Pero su uso discrecional como herramienta de liquidez inmediata plantea serias dudas en términos de legalidad, eficiencia económica y equidad. Es deber del Estado actuar con responsabilidad fiscal, pero también con respeto por los principios constitucionales y la sostenibilidad financiera de sus ciudadanos.
Aumentar la retención sin debate parlamentario, sin planificación de gasto y sin claridad en la ejecución es —en el mejor de los casos— una política fiscal miope; y en el peor, una vulneración del contrato social en que se funda el Estado de Derecho.
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