Por: Wilmar Vera Z.
Hace cinco años Colombia cometió el mayor error de su historia contemporánea. Luego de años de conversaciones en medio de la guerra que nos desangra desde los años 40, al presidente Juan Manuel Santos se le ocurrió la gran idea de llamar a un plebiscito para refrendar los acuerdos con las hoy extintas Farc. Craso error, que espero que le pese en la conciencia hasta el último de sus días.
El error no fue haber logrado lo que Belisario Betancur, Virgilio Barco y Andrés Pastrana buscaron con tanto ahínco: firmar un acuerdo con la guerrilla más antigua y sanguinaria de Occidente. Esa misma posibilidad se la ofrecieron a Álvaro Uribe recién posesionado, pero la desechó y con esa actitud nos sumió en el mayor baño de sangre de las últimas generaciones; un crimen de Estado más terrible que el dolor que nos dejó el narcoterrorista Pablo Escobar.
El error tampoco fue haber pactado un acuerdo imperfecto, plagado de sapos para tragarnos tanto la sociedad civil como los políticos, la guerrilla y es Estado. Pero era un sueño, una posibilidad de que existiese una alternativa de paz y -sobre todo- de reconciliación entre los colombianos. Los últimos meses de gobierno de Santos fue una muestra que -por ser pequeña- nos recuerda con dolor lo que perdimos.
La “maldita paz de Santos”, como los envidiosos la llamaban, fue la época de mayor tranquilidad en los campos y en las ciudades gracias al desarme de la guerrilla. No fuimos el Edén, pero sí se notaba un cambio de mentalidad, de futuro. Colombia no solo llenó titulares del mundo exaltando las potencialidades del país y sus paisajes, sino que fuimos ejemplo de un proceso exitoso, que ahorró miles de vidas y vislumbraba un futuro promisorio.
Pero las nubes negras llegaron y la primavera que se prometía venturosa se tornó en tormenta y dolor.
El mayor error de Juan Manuel Santos fue haberle entregado la llave de la paz al líder de un partido que lo mueve la venganza y el revanchismo. El error de Santos fue darle oxígeno a un partido moribundo que, como Judas, prefirieron regodearse en la muerte y la destrucción, sabiendo que con eso ellos (unos pocos) ganan y la gran mayoría (Colombia) pierde.
No contentos con mentir, el partido de la tercera y cuarta letra del alfabeto empezaron a replicar falsedades y ridiculeces por medios de comunicación y campañas. La idea era clara: dañarle la “fiesta” a Juan Manuel Santos, pues los únicos que pueden hacer bellaquerías impunemente son sus afiliados.
Que si ganaba el Sí, Santos renunciaba a la presidencia y se la entregaba a Timochenko. Que si ganaba el Sí, el IVA iría a engrosar las arcas de la extinta guerrilla; que si ganaba el Sí, en los colegios y escuelas del país los niños aprenderían sobre enfoque de género y los obligarían a ser homosexuales; que si ganaba el Sí, las mesadas de los jubilados se las entregarían a Timo y a sus líderes; que si ganaba el Sí, a los cientos de miles de guerrilleros les darían más plata que al más humilde trabajador; que si ganaba el Sí el país sería entregado a las Farrrr como premio; que si ganaba el, Sí Colombia sería otra Venezuela.
Y las mentiras ganaron, por muy poco, y todavía con los cambios hechos y refrendados en el Teatro Colón son tan obtusos de decir que fueron traicionados, porque no pudieron y no han podido -como lo sueña ese pregonero enceguecido por su propio odio- “hacer trizas ese maldito papel”.
Y no podrán. Se acabó el peor gobierno de Colombia en décadas y la paz frágil pese a los miles de muertos y felonías a los firmantes, sigue viva y con esperanza en el nuevo gobierno. Eso les remuerde la conciencia (si la tienen).
Traicionados fueron los millones de colombianos que, a pesar de las heridas, esperaban la cicatrización para seguir adelante. Traicionados los campesinos que tuvieron que ir de nuevo de sus parcelas perseguidos por ejércitos de despojadoras que compraron hectáreas a $25 mil y se hacen llamar “gente de bien”. Traicionados los familiares de los militares y policías, que vieron a sus allegados regresar en bolsas de plástico o mutilados, para la foto sonriente de indolentes funcionarios estatales. Traicionados los jóvenes que le hicieron conejo y hoy solo sirven como carne de cañón y como proscritos por exigir un país para ellos. Traicionada una generación que vio cómo la corrupción campante le enrostra que aquí desde el jefe del subpresidente para abajo hacen con los recursos lo que les da la gana, porque para eso son el poder y tienen el respaldo legal e ilegal de las armas.
Pero una cosa sí es cierta. El expresi (dente, diario) y sus secuaces mostraron por fin su rostro, al igual que otros nefastos líderes, como Vargas Lleras, Gaviria o cualquier clan corrupto de la Costa, Valle o Antioquia, y están de salida, al borde del precipicio a la espera del empujón. En 2022 tenemos la oportunidad de darles donde les duele: en las urnas.
Millones ya no comemos cuentos de “volvernos Venezuela” o “más salarios para todos”, promesas que sólo buscan votos y luego nos botan. En 2022 podemos hacer historia. Al final, como la Esperanza que quedó en la caja de Pandora, será la oportunidad de sepultar el legado del expresi (dente, diario) y que sea el triunfo postrero de un país que no puede estar condenado a 100 años de violencia. Como un cuerpo infectado de gangrena, es mejor perder la extremidad infectada para que el organismo se salve. Al final veremos que valió la pena deshacernos del mal.