Tragedia por lluvias en Antioquia: el clamor de una región que exige prevención y acción

La tragedia por lluvias en Antioquia deja más de 16 muertos y miles de damnificados, evidenciando fallas en la prevención del riesgo y la urgente necesidad de acciones estructurales.

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Las recientes tragedias por las lluvias en Antioquia han dejado un saldo desgarrador: vidas segadas, familias rotas, hogares borrados por el lodo.  Bello, Itagüí, Medellín… nombres que hoy no solo evocan paisajes urbanos, sino también angustia, desesperación y duelo.

La muerte de niños, madres, padres y abuelos atrapados en deslizamientos no puede ser solo una noticia más en la agenda diaria.  Frente a este panorama, como sociedad tenemos una obligación doble: abrazar a los damnificados y exigir que nunca más se repita una tragedia evitable.

Es momento de que la empatía se manifieste no solo en palabras, sino en acciones concretas. La solidaridad es urgente y debe ser sostenida. Ayuda humanitaria, donaciones, presencia institucional y acompañamiento emocional deben llegar a cada familia afectada.

Pero también debe llegar el compromiso de todos los sectores para que el sufrimiento no sea cíclico ni olvidado con el paso de los días.

Las estadísticas son demoledoras. En Antioquia se han reportado 369 emergencias asociadas a las lluvias solo en este año.

Más de 10.000 familias han resultado afectadas en el departamento. En Bello, al menos 16 personas han muerto y otras siguen desaparecidas tras un alud.

En Itagüí, una inundación devastadora arrasó con al menos 35 viviendas.  Y en Medellín, la tragedia tocó incluso a barrios formalizados, como en Carambolas, donde una madre y su bebé perdieron la vida.

Estos números no son simples datos.  Son advertencias gritadas desde la tierra.  La lluvia no elige víctimas al azar: impacta a los más vulnerables, a los que viven en zonas de riesgo porque no tienen otra opción, a los que construyen sin condiciones porque el Estado los ha dejado solos o mal informados.

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Es inaceptable que en pleno 2025 sigamos sufriendo tragedias por lluvias que, si bien intensas, no son inéditas ni impredecibles.

No podemos seguir naturalizando la muerte por deslizamientos o avalanchas como parte del paisaje invernal colombiano.

No basta con señalar a la naturaleza. Hay que mirarnos como ciudadanos y exigirnos más.  Hay quienes han construido casas en cauces secos o laderas inestables, ignorando mapas de riesgo y advertencias. Pero este es solo un ángulo del problema.

El mayor cuestionamiento debe recaer en las autoridades.  La Ley 388 de 1997 obliga a integrar la gestión del riesgo en los planes de ordenamiento territorial.  ¿Por qué entonces tantos POT siguen permitiendo construcciones en zonas evidentemente peligrosas?  ¿Por qué proyectos prometedores como el Cinturón Verde de Medellín quedaron en el olvido?  ¿Cómo es que, después de tragedias como la de Salgar en 2015, no aprendimos nada?

El abandono institucional y la falta de continuidad en las políticas públicas son tan letales como el deslizamiento más violento.  Gobernadores, alcaldes y funcionarios deben rendir cuentas no solo por lo que hacen, sino por lo que deciden no hacer.  Las omisiones también matan.

El camino hacia la solución no puede dilatarse más. Es urgente que cada municipio colombiano actualice y aplique mapas de riesgo de forma rigurosa, prohíba sin ambigüedades la construcción en zonas de amenaza alta, reubique a las comunidades que habitan en riberas, quebradas y laderas frágiles, invierta en vivienda digna y segura para quienes lo han perdido todo, ejecute obras de mitigación: muros, drenajes, reforestación, canales, sancione con severidad la construcción ilegal, sin excepciones ni amiguismos.

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Estas no son sugerencias voluntarias.  Son deberes legales y éticos.  La inversión en prevención es menor y más humana que los costos del luto repetido.

A las familias antioqueñas golpeadas por el dolor no se les puede ofrecer solo el silencio burocrático.  Necesitan saber que su tragedia no será en vano.  Que los muertos no serán cifras pasajeras.  Que esta vez, de verdad, se hará algo para evitar el próximo derrumbe.

Cada vida perdida debe convertirse en el punto de partida para corregir el rumbo.  No hay excusa para seguir improvisando con el urbanismo, ni para permitir que la falta de vivienda digna empuje a los más pobres a construir sobre la fragilidad.

En honor a las víctimas de Bello, Itagüí, Medellín y Salgar, y por las miles de familias en riesgo hoy, exigimos que la solidaridad se transforme en política pública.  Que la empatía conduzca a decisiones valientes.  Que la prevención deje de ser promesa y se convierta en realidad.

Es momento de construir un país donde la lluvia no signifique muerte.  Porque lo que está en juego no es solo la estabilidad del suelo, sino la dignidad de nuestra nación.  Que este sea, de verdad, el último derrumbe previsible.

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