Trump y la paz posible: menos megáfono, más método

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La política exterior no se resuelve con gritos ni con pancartas. Mientras en Manhattan algunos agitaban megáfonos con consignas superlativas incluso, coqueteando con un lenguaje de “golpes” impropio de cualquier demócrata serio, Donald Trump sorprendió al presentar lo que casi nadie había osado, un plan con secuencia, plazos y consecuencias para detener la guerra en Gaza.


Por primera vez, alguien marcó un reloj. Hamás tendría “tres o cuatro días” para responder, no es un detalle menor. En un conflicto dominado por dilaciones y retóricas vacías, introducir urgencia convierte la inercia en costo político y la palabra en responsabilidad. La paz, viene a recordar, no se consigue con grandilocuencia, sino con mecanismos que obligan a decidir.

El núcleo de la propuesta descansa en un intercambio claro, un alto el fuego inmediato, la liberación de todos los rehenes, un canje amplio de prisioneros palestinos y la apertura de un corredor humanitario sólido bajo supervisión de la ONU. A cambio, Israel iniciaría retiradas graduales, condicionadas a la entrada de una fuerza internacional que estabilice el terreno. No se trata de una utopía, sino de una escalera con peldaños verificables que, si se sostiene, puede cortar la espiral bélica.

Amnistía Internacional lo advirtió bien, ningún acuerdo será duradero si ignora los derechos humanos. Y recordó que condicionar la ayuda humanitaria a la aceptación del plan sería inaceptable. Esa es la encrucijada: integrar los principios éticos en mecanismos ejecutables.

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En Jerusalén, Benjamin Netanyahu percibe al mismo tiempo una ventana estratégica y una trampa política. El diseño presiona en primer lugar a Hamas y concede tiempo a Israel, lo que le permite recuperar oxígeno frente a sus críticos y recomponer vínculos con socios externos. Pero la mera sombra de una promesa de autodeterminación palestina irrita a aliados de ultraderecha como Smotrich o Ben Gvir. El reto para el liderazgo israelí será mayúsculo, garantizar el fin de la guerra y el retorno de rehenes sin fracturar su coalición. Eso distingue a un táctico de un estadista.

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En paralelo, el mundo árabe-musulmán observa con un interés inusual. Qatar, Egipto y Turquía ven por primera vez una invitación clara a cogestionar una salida con garantías de seguridad y reconstrucción. La participación regional no es un adorno, es la única vía para mover a Hamas de la retórica maximalista a la responsabilidad de gobierno.

La ventana es estrecha, pero real. Con mandatos claros para una fuerza internacional, reglas de enfrentamiento firmes y un financiamiento blindado contra redes clientelares, el día después podría nacer con cimientos sólidos.

Las objeciones de derechos humanos no deben despacharse como ruido de fondo. La paz sin justicia es tregua hueca. Por ello, el plan sería más robusto si explicitara tres seguros, protección inmediata de civiles y acceso humanitario sin condicionantes; investigación y rendición de cuentas por crímenes graves, de ambos lados; y participación palestina real en seguridad y gobernanza local. Incorporar estos candados no debilita la negociación: la legitima.

Aquí está el contraste. No hacían falta mítines inflamados ni proclamas performativas pretendiendo enseñar al mundo a negociar. Hacía falta lo que Trump presentó, una arquitectura con pasos, incentivos y costos. El estilo podrá resultar chocante para algunos, pero el método contiene algo inédito en meses, orden, tiempos y consecuencias.

Nada está garantizado. Hamás puede rechazar; la coalición israelí puede quebrarse; o la burocracia internacional puede ahogar el impulso. Pero el tablero ya no es humo, tiene actores, plazos y mecanismos. Y eso vale más que cien discursos. La tradición enseña que la paz duradera nace siempre de dos virtudes antiguas, autoridad y límites. Autoridad para sentar a los contendientes; límites para que ninguno abuse del proceso.

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Trump ha recordado esa lección elemental. Donde otros pusieron slogans, él puso un reloj. Y cuando el reloj suena, hasta los que se esconden detrás del megáfono tienen que elegir, paz con pasos verificables, o perpetuar el desastre. Ojalá prevalezca lo primero. Porque lo decisivo en la arena internacional siempre lo ha sido no es el volumen con el que se grita, sino la capacidad de transformar voluntad en hechos.

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