Un intruso en El Campín

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Un intruso en El Campín: Las barras de Millonarios parecían requisar con su mirada todos sus alrededores para encontrar algún enemigo cantando himnos sin compás, con letras que anunciaban más la voluntad de la hinchada que la pasión por el deporte.


Por: Orlando David Buelvas Dajud.

“Sumido en cobardía asumí ese lugar sentenciado al silencio, como una lombriz rodeada de gallinas embebidas por la victoria”.

Por azares que me son ajenos comprender conseguí en último momento una entrada para Millonarios-Junior en el estadio Nemesio Camacho El Campín, por la final de vuelta de la Copa Colombia.

Al salir de la oficina, alrededor de las 6:10 P.M., me apresuré a buscar un atuendo que no delatara mi identidad como costeño, pues estaría ocupando una de las gradas del equipo local que no tardaría en convertirse en una trinchera regional.

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Millonarios VS Junior. Foto: Redes

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Cerca de las 7:00 P.M., Ronald, Conductor de un Chevrolet rojo con canas color plata, luchaba contra los infernales trancones capitalinos para llegar a tiempo al partido. Después de girar una y otra vez sobre la Autopista y las mil y una calles que llevan todas a una fila de automóviles diferente logramos llegar. “Hasta aquí llego, mijo” dijo Ronald antes de dejarme cerca al estadio.

La entrada sur del estadio era la menos amistosa de todas. Sin embargo, mi suerte decidió dejarme allí botado sin menor idea hacía donde acudir. Las barras de Millonarios parecían requisar con su mirada todos sus alrededores para encontrar algún enemigo cantando himnos sin compás, con letras que anunciaban más la voluntad de la hinchada que la pasión por el deporte.

Las camisas azules confluían unas contra otras como cazadores furtivos vociferando arengas y una que otra amenaza, que cuando eran tomadas en serio surgía algún borracho de la nada sentenciando que “todos somos hinchas del mismo equipo”, calmando los ánimos, pero dejando el fulgor de las ansias.

Mientras todo eso sucedía logré camuflarme con mi saco azul entre una familia que parecía dirigirse al mismo lugar que yo, pero pronto los perdí flotando en la multitud de barristas y vendedores que presentaban la gastronomía bogotana como solución a los problemas mundanos. Abordé a un policía que al ver mi boleta y descubrir mi acento indicó que debía rodear todo el estadio para encontrar la puerta 1.

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Por fin dentro del estadio todo fue más sencillo, aunque no dejó de ser curioso cómo entre hinchas casi linchan a un hombre pequeño acompañado por un niño por colarse. El recinto estaba repleto. Seguí entregado a mi misión de pasar incógnito, pero fue imposible cuando El Campín cantó a una sola voz el himno de Bogotá. En el momento en que los fanáticos más febriles finalizaron la letra alzando un brazo al cielo y gritando con toda su fuerza pulmonar “¡Bogotá!, ¡Bogotá!, ¡Bogotá!” un grupo de seis “mudos”, desconocidos entre ellos, se miraron entre sí como cómplices. Éramos los únicos costeños de esa grada.

El partido fue un desastre. Desde el inicio Viera, portero de Junior, fue saludado para que no olvidara que esas no eran sus tierras. Millonarios atacaba y el equipo visitante solo resistía como podía a la espera de algún milagro. El primer gol de Millonarios llegó por un error torpe y con el gol la tensión no se hizo esperar.

En un ataque del equipo barranquillero un hombre con gorra roja liberó sus nervios elevando sus manos sobre su cabeza revelando su posición como fanático del Deportivo Junior, para convertirse instantáneamente en objetivo militar de la hinchada local. Las agresiones verbales no se hicieron esperar abriendo paso a una batalla campal entre cachacos y costeños, que terminó con el lanzamiento milimétrico de vasos cargados con cerveza. Los improperios se convirtieron en riñas que tuvieron como solución sacar a los hinchas de Junior del estadio como fuese posible.

Los minutos transcurrían y los jugadores del Deportivo Junior se habían convertido ya en estatuas dentro de la cancha, abriendo paso a la gloria ajena sin disimulo alguno mientras los locales gozaban del desastre embriagados en risas. En otras latitudes de la grada surgían luchas regionales emergentes sin fin alguno.

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La tensión se pausó en el medio tiempo. Las tiendas de comida habilitadas dentro del estadio estaban atestadas de lechona, hamburguesas, gente esperando que las filas de los baños se apiadaran y uno que otro desubicado.

Luego de comprar una hamburguesa volví a las gradas cuando el balón llevaba al menos cinco minutos rodando. Los pasillos estaban sobrepoblados a más no poder mientras las personas se rifaban los asientos entre sí a suerte de los que abandonaron su nido. Traté de subir las escaleras para retornar a mi lugar codeando a cada transeúnte asfixiado en una tormenta de gente inclemente.

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Perdido entre los gritos eufóricos encontré por fin las escaleras que subían a la fila K, pero al intentar encaminarlas una pareja de caras pálidas y planas burló: “Ya por acá no pasa nadie”. Como pude entré en un recoveco invadido por almas asaltadas por el triunfo parcial cazadoras de hinchas contrarios cantando “Costeños hijueputas” cada vez que podían. Sumido en cobardía asumí ese lugar sentenciado al silencio, como una lombriz rodeada de gallinas embebidas por la victoria.

Nunca quise tanto que el Junior de Barranquilla ganara un partido. Sin embargo, nunca en su historia estuvieron tan lejos de anotar un gol.

Al cabo de unos minutos Millonarios selló el 2-0. En la celebración del gol un hincha azul reconoció mi preferencia, pero en un acto de piedad prefirió solo burlarme con una sonrisa antes de exponerme al escarnio general. Al final del partido bajé por el pasillo junto a un hombre de edad acompañado por sus hijos, que con la mayor decencia capitalina se dirigió a un policía de piel oscura para recordarle sus raíces “Yo sé que eres costeño, negro de mierda”.

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