El caso del expresidente Álvaro Uribe resulta particularmente relevante porque nos obliga, una vez más, a hacer un llamado a la defensa de las instituciones y, al mismo tiempo, a reflexionar sobre las complejidades del sistema judicial, especialmente cuando ciertas decisiones parecen atentar contra los mismos principios de justicia y el orden jurídico que afirman proteger.
Porque, al final, quienes tienen que acatar los fallos no es la población en general. Quienes tienen que acatar los fallos son las partes del proceso judicial: la parte acusadora, la parte de la defensa, y la parte denunciante. El público puede discrepar, ¡ni más faltaba! La justicia, y está comprobado, no tiene la verdad absoluta. Muchas veces se ha equivocado y se ha equivocado de manera grave.
La ciudadanía tiene todo el derecho a disentir, a cuestionar, a escrutar las decisiones judiciales. Lo que no puede pasar, y eso es inadmisible, es que esas reacciones deriven en violencia, como sucedió esta semana en Bogotá: personas celebrando el sentido del fallo en contra del expresidente Uribe, y su siguiente acto fue salir a quemar llantas, carros, atacar TransMilenio, la Policía y bloquear vías. Eso, simplemente, no se puede permitir.
Colombia pareciera tener una tendencia gigante a la entropía. Seguimos con unos comportamientos casi aborígenes, comportamientos de las cavernas, que nos hacen pensar que no estamos a la altura de las circunstancias como nación. A veces da la impresión de que deberíamos seguir siendo una colonia o estar bajo un virreinato, porque no parecemos capaces de gobernarnos a nosotros mismos.
Cada vez entramos más en una espiral de deterioro institucional, donde aumenta la desconfianza, el caos, la confrontación política, los ataques personales y los argumentos más rastreros.
El mensaje central es claro: también se hace justicia cuando se absuelve a una persona. No es necesario condenar para demostrar que el sistema funciona; la absolución, cuando está fundada en derecho, también es una expresión legítima de justicia.
En segundo lugar, los jueces, cualquiera que sea, por más difícil que sea el reto o la presión, tienen una obligación ética, moral y legal: fallar en derecho, apegados estrictamente al ordenamiento jurídico vigente, al bloque de constitucionalidad, a la Carta Magna, a todas las leyes que rigen en Colombia. No pueden legislar desde el estrado, no pueden crear jurisprudencia que rompa el sistema ni importar modelos de justicia que no existen en Colombia, como ocurrió esta semana, y que llama poderosamente la atención.
No puede ser que la justicia se contradiga al decir que una interceptación debe ser legal para ser válida, pero que, dependiendo del acusado, entonces sí se admite una interceptación ilegal, porque se “necesitan esas pruebas”.
Tampoco es aceptable, y aquí queremos ser muy claros, que la palabra de un criminal confeso pese más que la de una persona sin antecedentes ni condenas. En Colombia se volvió normal que sujetos vayan a cárceles a buscar beneficios para criminales a cambio de que estos testifiquen contra otros. Y esto no ocurre solo en casos políticos.
Hoy vemos a alguien salir de prisión diciendo: “yo vi a tal persona cometiendo un crimen”. ¿Dónde estaba? “Allá”. Y aunque no haya pruebas, aunque el acusado demuestre que no estaba allí, la palabra del delincuente parece pesar más. Y eso, en muchos casos, ha sido premiado con beneficios procesales o reducciones de pena, ya otorgados o por otorgar.
En segundo lugar: los fallos pueden emitirse en primera, segunda y hasta tercera instancia. Lo importante es que las partes procesales deben acatar lo decidido. Pero el público, los medios, toda la sociedad, están en su pleno derecho de opinar, debatir, cuestionar y escrutar esas decisiones. Porque los jueces también deben ser objeto de escrutinio público.
¿Cómo no cuestionar a tantos jueces que dejan libres a criminales con pruebas contundentes, con grabaciones, con testigos, incluso con el cuerpo de la víctima aún caliente? Jueces que dicen: “es la primera vez que mata”, “la primera vez que roba, extorsiona, secuestra”… y le dan otras oportunidades, o le ponen un brazalete. Ese mismo delincuente reincide, una y otra vez, mientras el país se sumerge en una ola de criminalidad, impunidad y terrorismo.
En consecuencia, el llamado a los colombianos es urgente y necesario: defendamos nuestras instituciones, pero exijamos con la misma firmeza que actúen con coherencia, que impartan justicia con equidad y dentro del marco de la legalidad. No podemos permitir que se legitimen testimonios comprados ni pruebas cuestionables, ni mucho menos que se criminalice el derecho ciudadano a discrepar, criticar o debatir las decisiones judiciales. La democracia también se construye desde el disenso, siempre dentro del respeto al Estado de Derecho.