Visa para un sueño

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Por: Abelardo De La Espriella


En la historia reciente del País, cada vez que el Estado de Derecho ha sido puesto en peligro hemos pedido la ayuda del gobierno y de la justicia norteamericana.

¿Qué creyó la mamertería? ¿Que solamente los norteamericanos iban a actuar en contra de unos carteles de la droga y dejarían a otros grupos de bandidos llenando de coca su País? Pues, NO.

En su momento, fuimos puestos contra la pared por uno de los más grandes delincuentes de la historia: Pablo Escobar. Su legado de sangre y fuego pasó también por corromper las instituciones, la política y a la sociedad; no se nos puede olvidar que solo cuando, en la constituyente de Cesar Gaviria, se suprimió la extradición entonces, Escobar nos dio una breve y mentirosa tregua.

Haber claudicado ante el bárbaro de Escobar, eliminando la única arma a la que temía, la extradición, solo le dio más fuerza, desde la cárcel de oro que Gaviria y su kínder edulcorado le concedieron como cuartel general. Desde allí ese psicópata arremetió con más fuerza en contra del País, al que había arrodillado y en el que se sentía seguro, porque lo había convertido en un santuario sin extradición. 

Tuvieron que venir los organismos de inteligencia y operativos norteamericanos a arreglar el malhadado entuerto creado por el debilucho Gaviria, a salvarnos de quien doblegó al Estado colombiano y hasta cuando no lo ayudaron a dar de baja (los americanos) no pudimos salir de una de las más grandes amenazas que ha padecido nuestra democracia. 

El maldito narcotráfico siguió mutando y perfeccionándose, mediante la infiltración, y no muy lejos del nefando ascenso vertiginoso de ese negocio, los narcotraficantes lograron imponernos presidente. Una vez elegido Ernesto Samper y conocidos los famosos narcocasetes, asistimos con asombro, como sociedad, a ser testigos de que nos habíamos convertido en una narcodemocracia y que los carteles de la droga tenían un presidente títere: como suele ocurrir por estos lados del hemisferio, nada ocurrió, todos los involucrados se taparon con la misma cobija, hasta que el gobierno gringo puso nuevamente orden: le quitó la visa al narco presidente y logró restablecer la única arma de guerra jurídica que ha resultado efectiva en contra de los capos de la droga que se han querido apropiar de la democracia: la extradición. 

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Una vez restablecida la extradición, desde aquel malhadado narcogobierno hasta nuestros días, ese mecanismo de cooperación judicial mostró resultados – si bien no para acabar con el narcotráfico (ese es otro asunto) – para evitar que los señores de la droga se apoderasen de las instituciones democráticas colombianas, y cada vez que alguien soñó con volverse Pablo Escobar, terminó extraditado o dado de baja, gracias a la cooperación del gobierno norteamericano, que aporta millones de dólares para combatir a los grandes capos en nuestro territorio. 

Pero llegó Juan Manuel Santos y junto con tantas otras estupideces que cometió contra el País para hacerse al premio Nobel, pactó con los mayores narcos de nuestra historia que serían inmunes, no solo ante nuestra justicia, sino también ante la justicia norteamericana: a partir de ese momento volvimos a ser un Estado a merced del narcotráfico, como lo pretendía Escobar en su momento. 

La fórmula fue la misma: un supuesto proceso de paz, en el que se le vendió al País que, entregando y doblegando la justicia ante los bandidos, lograríamos la (falsa) paz y que, en consecuencia, era sacrificar un poco para ganar mucho. En el caso del proceso con las Farc, mucho más estructurados que Escobar y los carteles, pidieron su propio tribunal de justicia: la JEP y magistrados de bolsillo en la Corte Constitucional para salvaguardar su único objetivo, el mismo de Escobar: quedar fuera del alcance de la justicia norteamericana y todo se les concedió, pese a que en las urnas el País real les dijo que NO. 

¿Pensaron los hacedores de semejante maroma que el gobierno americano se iba a tragar ese sapo y quedarse quieto? 

¿Creyeron que extender la impunidad de los narcos de las Farc a aquellos que siguieran traqueteando incluso después de firmados los acuerdos, como en el caso de alias Santrich, se quedaría sin una reacción de los Estados Unidos? 

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¡Pues claro que no! Como siempre ha ocurrido cuando nuestro Estado queda a merced de los capos del narcotráfico, ahí está el Tío Sam apuntando hacia aquellos que lo permiten y arrancaron con toda: los gringos no se arrugan, cuando de poner orden se trata.

Quitarle las visas a algunos operadores judiciales que desde sus escritorios toman decisiones en contra de la ley pero, sobre todo, en contra de lo que dijeron las urnas, para garantizarles a los mayores narcos del mundo que no sean juzgados por los jurados norteamericanos, es solo la punta del iceberg de lo que pueden ser las medidas de los gringos para enderezar lo que en muchas ocasiones se ha intentado torcer pero que, afortunadamente, nos han ayudado a encarrilar.

El tío Sam seguirá destapando la cloaca en la que se ha convertido la justicia colombiana: vendrán muchas sorpresas, hay grabaciones y negociados de toda índole. La rata de Montealegre caerá de forma estruendosa; falta su calanchín Jorge Perdomo, sujeto despreciable e impune, pero no por mucho tiempo, y tantos otros como Cepeda y compañía, que han hecho ochas y panochas.

La mamertería está indignada con lo que llaman ‘injerencia inaceptable”; pero cómo no dijo lo mismo cuando buscó una decisión de la CDIH para salvar a Petro de una sanción disciplinaria, o cuando puyó a la ONU, para que esta, a su vez presionara al gobierno del presidente Duque, ante las objeciones a la JEP. ¡Farsantes de doble moral!

Es el momento para que el gobierno plantee una reforma estructural que acabe de una buena vez con la politiquería y la corrupción que se tomó la Rama Judicial.

Tengo un sueño, y no es una visa: deseo fervientemente que todos aquellos funcionarios y particulares que sacrificaron la institucionalidad por beneficiar a las Farc, paguen con creces la afrenta miserable que le han causado a la democracia y a la humanidad.

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