En el centro de Bogotá aún quedan unas cuantas. Una de estas se llama Merlín y está en un recoveco de esos tantos que hay entre la carrera octava y la calle quince, recibe a sus comensales con un letrero verde desgastado y una puerta destartalada que hace pensar que detrás de ella no hay mucho que esperar, y ese es el primer error que se comete al entrar.
Los libros son tantos que hay que cuidar el paso para no pisarlos, e incluso, al tropezar parece que reclamaran con voz propia por sentirse incomodados. Son libros usados, que por su apariencia desgastada evidencian tener más historias por contar gracias al tiempo que llevan sobre la tierra que por el contenido que esconden sus páginas empolvadas y amarillentas. También hay libros nuevos, de las corrientes modernas y contemporáneas impulsadas por las editoriales del momento, pero desentonan con el lugar, casi como si se tratase de visitas indeseadas o de último momento.
En estas librerías los libros tienen vida propia, tanto así que por momentos invitan a los visitantes a conversar. Es posible encontrar las historias del coronel inglés John Potter Hamilton, quien por suerte o desgracia le fue asignada, por la corona británica, la tarea de viajar como diplomático a las diferentes provincias de la recién nacida república colombiana, pisando tierra criolla el 1 de marzo de 1824.
Sus travesías serían contadas en un libro mal nombrado como “Travels Through Provinces of Columbia” evidenciando desde entonces la displicencia anglosajona respecto de las lenguas ajenas. Entre las historias que cuenta este libro se esconde la esencia del caribe, cuando, por ejemplo, el autor se queja de que en Santa marta le fue obsequiada una comida muy abundante la cual “tuve el mal gusto de no alabar, pues el ajo y el aceite rancio predominan en la mayor parte de los platos”, habrá que despertar al coronel de su sueño eterno para avisarle que, doscientos años después, el ajo sigue predominando y el aceite con el que cocinaron su comida, con seguridad, sigue siendo usado en algún rincón samario para preparar los fritos de la semana.
Las peripecias de este señor continuaron de manera simpática, hasta el punto en que llegó a familiarizarse con el entorno para contar los sucesos al mejor estilo caribeño, como lo fue su visita a Cartagena, en la que cuenta con total estoicismo que su compañero de viaje, el cónsul general Henderson, “tuvo la desgracia de perder a su hijo”, un joven primoroso de diecisiete años que al estarse bañando fue víctima de una muerte confusa, ya sea por ahogo o porque “fue arrebatado por un caimán”.
Pero las aventuras del coronel Hamilton se quedan cortas ante el basto universo que esconden las librerías. Aquí los visitantes son turistas de otros mundos que están intrigados por encontrar alguna historia que les haga reinventar sus valores, volver a empezar, o solo visitar las almas de los autores que aún divagan por sus pasillos de madera crujiente.
Otro de los libros que se escondían en los laberintos de aquel lugar era el Curso de Derecho Administrativo Teórico y Práctico escrito por Carlos H. Pareja. Abogado prestante, médico no graduado y poeta por convicción. Es un libro que cuenta en sus lomos con más de ochenta años bien vividos. Pareja fue un profesor destacado, pero es recordado en el mundo literario por el alias que utilizaba en sus primeros escritos: Simón Latino. Fue un pionero en todo sentido. El libro en cuestión fue el primer tomo de aquella naturaleza del que se tenga registro en Colombia, pero si de hablar de grandes conquistas se trata, hay que rememorar que este hombre enfrentó la convencionalidad propia de la región caribe atreviéndose a vender sus versos en los mercados de Sucre, persiguiendo su sueño literario.
Carlos H. Pareja es mencionado en la autobiografía de Gabriel García Márquez, “Vivir Para Contarla”, como el profesor de economía y política, así como el propietario de la librería Grancolombia, en la que los alumnos se las ingeniaban para invadir el local con el fin de robar los libros bajo la creencia discutible pero innegable de que “robar libros es delito pero no pecado”.
En otros lugares de estas bibliotecas legendarias es posible escuchar a Santander escribiendo sus desavenencias contra Bolívar, mientras Blas de Lezo lucha contra las tropas británicas a lo lejos, sobre el mismo piso de madera en el que reposan las obras históricas de Heródoto, bajo el resguardo de miles de historias que esperan ser leídas; porque aquellos libros no buscan un nuevo propietario, sino un compañero al que le sirvan como faro de camino, durante el lapso fugaz que es la vida.
Por: Orlando David Buelvas Dajud- @orlandobuelvasd