Este contenido hace parte de nuestra quinta edición de 360 Revista.
Por: José David Arenas Correa – Abogado Unisolnet Jurídicas
La destrucción a la economía y al empleo se ha propinado desde adentro, causando consecuencias en contra de toda la población de una forma inopinada, copiando, como, lamentablemente, la mayor parte del mundo lo hizo, el modelo de un Estado totalitario que está lejos de ser una democracia.
Hoy, como nunca, perdemos entre aplausos ante justificaciones fáciles de dicotomías imposibles y equivocadas, como la supuesta elección entre la salud y la muerte: nos acabamos quedando con ambos problemas y sumamos la precarización de nuestros derechos.
Al igual que muchas malas elecciones, estas tienen su origen en un patrón de quienes detentan el poder que los hace privilegiar como las decisiones correctas, aquellas que menos vulneran su capital electoral y pretender acercamiento a otros foros que están tan polarizados, que aún siendo minorías quieren hacer realidad sus posiciones, no como producto de concesiones de las mayorías, sino como un derecho contramayoritario permanente asumido como válido universalmente en un nuevo consenso de lo que es la democracia que pervierte el bien para todos.
El auténtico orden republicano en nuestro país está bajo amenaza, no de las armas, no de la guerra, sino de la pobreza en las ideas y en la firmeza de carácter que requiere gobernar más que para agradar, para proporcionar los bienes colectivos.
Es en las elecciones en donde castigamos las malas decisiones de los partidos de gobierno, no en las redes sociales, ni con encuestas mediáticas.
No hay suficientes luchadores por las ideas mayoritarias, ni quienes defiendan con ahínco lo correcto. Todo porque aún cuando las mayorías llegan al poder, desean transigir y hacer compromisos, atendiendo más al ruido y la capacidad obstructiva de unos pocos que a lo razonable.
Hoy, la desesperanza invade a los empresarios y a los trabajadores, pero no se toma el debate de una liberalización del mercado laboral, requerida hace años, por temor a la histeria, por sobredimensionamiento de las protestas.
Ya en el pasado hemos observado cómo, a partir de situaciones muy concretas, y quizás en el marco de sesgos de representatividad, se han promovido leyes por las noticias más apremiantes, por tratarse de modas o asuntos críticos y también pasajeros en el debate público, suscitándose las reformas conforme a las necesidades que plantea la adaptación política, pero cimentadas en la agilidad legislativa para el uso de los símbolos que envolvían tales leyes (basta recordar las múltiples leyes encomiables en sus fines, pero que parten sobre circunstancias singulares que resonaron, sobre símbolos que prácticamente acabaron colocando nombre propio a las leyes, como la ley 1776 de 2013; la ley 1733 de 2014, 1761 de 2015 o la ley 1209 de 2009, entre otras).
El populismo punitivo, que ha llevado a la expansión desmesurada del derecho penal, con la aparición de nuevos delitos y causales de agravación, así como el incremento continuo de las sanciones, el reformismo constitucional, hacendístico, tributario y regulatorio, han puesto a los operarios jurídicos no solo en un marco de continua actualización, sino en un escenario de grave incertidumbre.
Lo anterior sumado a las posiciones ambivalentes de algunas altas cortes sobre diferentes materias, que acaba convirtiendo necesaria la unificación, la doctrina probable, haciendo aparecer figuras emanadas directamente de la jurisprudencia y de ciertas interpretaciones de la constitución sobre la igualdad, los fueros transitorios, las circunstancias de protección especial, los amparos de salud, entre otros. Todo lo que acaba erosionando cada vez más la deliberación democrática, porque desplaza a los jueces la potestad normativa real, desde el punto de vista de la expresión y de la revelación de los que constitucionalmente es una “verdad”, acaba llevando a nuestro país al peor escenario en el que no estamos en el plano del fortalecimiento de las instituciones, ni en la expresión de un orden institucional mismo, sino en el debilitamiento de estas por acudir a su uso exuberante: en su destrucción mutua.
Las decisiones judiciales de los altos tribunales pasaron a ser políticas y el temor de los ciudadanos a renegar de la corrupción de la justicia y a no activar su cambio, es cómplice con el proceso de deterioro de nuestra sociedad.
Hoy más que nunca, se pierden las libertades en nuestro país, no porque nos las quiten, sino porque nos autocensuramos, porque hemos relegado el debate y el ejercicio de la libertad a la acogida que este pueda tener, y a la voz de jueces que se atribuyeron la voz del pueblo frente a políticos que hacen cálculos de capital electoral, queriendo agradar más que realizar objetivos.
La libertad se marchita en nuestro país con la complicidad de los jueces, que deberían ser sus defensores, y si no hacemos nada, no va a ser por una revolución, un golpe de Estado, la toma de los poderes públicos por sus enemigos, o el triunfo de uno u otro candidato, sino por el endémico abandono del derecho a elegir libremente.