Las recientes declaraciones del Ejército de Liberación Nacional (ELN) no dejan lugar a dudas: el proceso de «paz total» ha sido, en sus propias palabras, un «fracaso total». La guerrilla ha dejado claro que su intención no es la reconciliación ni la transición hacia una sociedad pacífica, sino el dominio territorial y la perpetuación de sus actividades criminales. Al anunciar su disposición de hacer todo lo posible para expulsar a la disidencia de las FARC y al Ejército del Catatumbo.
En paralelo, se han difundido teorías de conspiración que insinúan que el ELN estaría influenciado por el expresidente Álvaro Uribe Vélez. Estas acusaciones no solo carecen de fundamento, sino que también distraen de la realidad concreta: el ELN es un grupo insurgente que opera con total autonomía y que ha demostrado, a lo largo de su historia, que no responde a ninguna lógica distinta a la de su propia supervivencia y enriquecimiento a través del delito.
El Gobierno de Gustavo Petro debe reconocer lo evidente: continuar con los diálogos con el ELN es un error colosal. No existe un solo sector en Colombia que confíe en el éxito de esa mesa de negociaciones. Ni siquiera quienes están sentados en ella pueden sostener con certeza que esta rendirá frutos. La historia ha demostrado, una y otra vez, que el ELN no tiene intención de abandonar la lucha armada, sino que usa las negociaciones como una estrategia para ganar tiempo, fortalecerse y continuar con su agenda criminal. La realidad es que la guerrilla ha desatendido, como siempre, la invitación del gobierno de turno para la paz, lo que no solo es lamentable, sino que condena al país a prolongadas décadas de violencia.
La promesa de que el ELN firmaría la paz en los primeros meses de gobierno de Petro fue, en retrospectiva, una afirmación pretenciosa. Hoy, con total certeza, el país comprende el verdadero carácter de esta guerrilla: una organización narcotraficante que, al igual que los carteles del crimen organizado, ha abandonado cualquier vestigio de ideología. Lo más trágico de esta situación es que quienes sufren las consecuencias no son quienes se resguardan en oficinas de Bogotá o quienes se movilizan en camionetas blindadas, sino los habitantes del Catatumbo y de tantas otras regiones apartadas de Colombia, sometidos a la violencia y el despojo.
Es claro que el ELN no tiene la menor intención de deponer las armas. Al contrario, busca expandir su influencia y fortalecer su control sobre rutas del narcotráfico. Ante esta realidad, el Gobierno debe asumir su responsabilidad constitucional y actuar con firmeza. No basta con rechazar la violencia en discursos; es necesario enfrentar militarmente al ELN con toda la capacidad del Estado. Esto implica reanudar todas las operaciones de combate, incluyendo los bombardeos, siempre respetando el derecho internacional humanitario, pero sin permitir que el ELN siga usando a la población civil como escudo humano.
Es urgente reactivar la inteligencia militar, una herramienta que ha sido desmantelada en los últimos años y cuya ausencia ha permitido el avance del crimen organizado. Se requiere una estrategia precisa, quirúrgica, que permita neutralizar a los cabecillas del ELN y debilitar su estructura operativa. Al mismo tiempo, el Estado debe reforzar su presencia en las regiones afectadas, no solo con operativos de seguridad, sino también con programas sociales que ofrezcan alternativas reales a las comunidades.
El diálogo con el ELN está agotado. No se trata de suspenderlo temporalmente, sino de darlo por finalizado de una vez por todas. Persistir en esta farsa es darle oxígeno a una guerrilla que no busca la paz, sino la perpetuación del conflicto. El Gobierno debe actuar con determinación y contundencia. Es momento de dejar las ilusiones a un lado y enfrentar con seriedad la amenaza que el ELN representa para la seguridad y el futuro de Colombia.
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