El enemigo externo en los manuales de política

Durante décadas, Estados Unidos ha sido un aliado estratégico de Colombia, no un antagonista. Insistir en una narrativa de confrontación solo recicla los viejos trucos de poder usados por regímenes autoritarios.

El enemigo externo en los manuales de política
Foto: Redes sociales

En múltiples ilustraciones históricas se ha documentado que ciertos líderes políticos, a lo largo del tiempo, han recurrido a una fórmula bien conocida en los manuales del poder: la imperiosa necesidad de encontrar un enemigo externo. Uno que pueda destacarse como amenazante, como invasor, como una figura hostil ubicada fuera —o incluso dentro— del territorio que gobiernan. El objetivo no es otro que lograr cierta unidad nacional, proyectar liderazgo, mantener la calma política y, sobre todo, facilitar el ejercicio del poder, incluso tomando decisiones sin mayor supervisión judicial o cuestionamientos políticos. Todo, bajo el argumento de que “hay un gran enemigo allá afuera” y de que ese enemigo nos acecha.

Es una narrativa simple, pero poderosa: sembrar la idea de que hay un “coco” que viene a devorarnos. No es nuevo. Está presente en los manuales de políticos de todas las ideologías. Afortunadamente, aunque todavía en menor número, hay ciudadanos cada vez más conscientes de esta estrategia. Y aunque hoy en día es más evidente, sigue siendo eficaz, sobre todo en momentos de incertidumbre o de emociones políticas desbordadas, cuando muchos pierden la claridad y el juicio crítico.

Y no nos digamos mentiras: hay políticos muy hábiles, muy astutos, que dominan con maestría este recurso. Como diría Arturo Pérez-Reverte, tienen la capacidad de convencer al pueblo de que están dispuestos a vender a su propia madre para salvar la patria, pero al final venden la madre de todos… menos la suya. Y lo más grave es que el país entero se traga el cuento sin masticarlo.

Colombia, en efecto, ha tenido enemigos reales: poderosos, crueles y con una mentalidad criminal pocas veces vista. Sería ingenuo negarlo. A causa de ellos hemos sufrido: por las vidas perdidas, los heridos, los miedos persistentes, los recuerdos dolorosos. Tenemos muy fresco ese sentimiento de nación bajo asedio. Cuando no eran las guerrillas, eran los paramilitares. Luego, el crimen organizado. Hoy, todos juntos: un monstruo de múltiples cabezas. Vivimos bajo ese acecho desde hace décadas.

Y si algún país vecino ha actuado como enemigo de Colombia en los últimos años, ese ha sido Venezuela. No por su gente, sino por quienes han ostentado el poder de manera dictatorial, despótica y sin escrúpulos. Desde Hugo Chávez —quien cambió las reglas del juego y convirtió a Estados Unidos en su enemigo externo favorito—, se instauró una narrativa que dividió el continente entre “pro-yankees” y “naciones soberanas”. Un discurso chavista que aún hoy algunos pretenden perpetuar.

Pero ni siquiera se puede afirmar que Estados Unidos haya sido un verdadero enemigo de Chávez. Como reza el dicho: Estados Unidos no tiene amigos, tiene intereses. Si quisiera desestabilizar un país, como lo hizo en tiempos de Henry Kissinger, podría lograrlo con relativa facilidad. Las sanciones económicas, por ejemplo, bastan para dejar a un país al borde del abismo sin empujarlo, permitiendo que sean las propias fracturas internas las que provoquen su colapso.

Otro país que, brevemente, tuvo un rol hostil hacia Colombia fue Ecuador, durante el gobierno de Rafael Correa. No por su gente, sino por su presidente, quien ofreció asilo y respaldo a grupos terroristas como las FARC. Correa se enfurecía cuando Álvaro Uribe, entonces presidente de Colombia, realizaba operaciones contra esos grupos. Y es una verdad incómoda pero evidente: los terroristas que han azotado a Colombia han encontrado refugio, más de una vez, en países vecinos como Venezuela y Ecuador.

Un tercer país que ha tenido roces con Colombia es Nicaragua. No por su peso real como amenaza, sino por las disputas territoriales, como las del archipiélago de San Andrés y Providencia. Sin embargo, este conflicto no ha pasado de ser una tensión menor, dada la limitada capacidad política y militar del régimen de Daniel Ortega.

Todo esto nos lleva a una conclusión clara: Estados Unidos, lejos de ser un enemigo de Colombia, ha sido históricamente su aliado. Aunque no ha sido el socio perfecto ni el más generoso, la relación ha sido de mutua conveniencia. Durante las décadas más oscuras de violencia en Colombia, cuando nadie apostaba por nosotros, fue Estados Unidos quien extendió su mano con firmeza.

No es conveniente, y mucho menos ahora —cuando Donald Trump ha retomado protagonismo—, que Colombia alimente animosidades innecesarias. Trump, un líder volátil y reactivo, no es precisamente alguien con quien convenga provocar tensiones. Y menos aún luego del episodio ocurrido en enero, cuando el presidente Gustavo Petro lanzó un ataque verbal directo que provocó un breve pero intenso deterioro diplomático. Colombia fue el único país de la región que se atrevió a enfrentar a Trump en ese tono… y sufrió las consecuencias.

Este editorial, con coraje y responsabilidad, no busca hacer otro llamado retórico más, sino advertir seriamente que Colombia ha sido la parte que ha agredido verbal y diplomáticamente a Estados Unidos, no al revés. Y en esa medida, es Colombia quien debe presentar disculpas, públicas y privadas. Es Colombia quien debe abandonar esa peligrosa narrativa de confrontación. Y es el nuevo canciller quien debe asumir con altura la tarea de restaurar una relación basada en el respeto, la diplomacia y la cooperación.

Porque Estados Unidos no ha sido el enemigo de Colombia. Y quien pretenda venderlo así, simplemente está reciclando los trucos más viejos de la política.

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